Caminar sobre la arena durante horas, desconociendo la distancia que queda por recorrer y con la única compañía de un gigante silencioso de casi dos metros y corte de pelo mohicano puede llegar a ser de una monotonía enfermiza. Yo había llegado en el momento convenido, con una libreta bajo el brazo y un bolígrafo en el bolsillo. El cielo se mantenía tibio y el sol apenas se insinuaba. Pero a mediodía continuábamos junto a la pared del acantilado. El mar era uniforme a lo largo de la pared y había perdido ya todo rasgo distintivo. Ni siquiera podía saber exactamente el tiempo que llevábamos andando, pues el gigante me había confiscado el reloj en cuanto me vio aparecer entre los surfistas. Tenía mucha sed, había llegado a un punto en que me limitaba a arrastrar los pies, sin apenas levantarlos, y el sol, fuerte y claro en el centro del cielo, me provocaba un creciente dolor de cabeza. A pesar de mis continuas quejas, sólo recibía una respuesta de mi enigmático acompañante, siempre por delante de mí, y que ni siquiera giraba la cabeza para contestarme.
–Sea paciente.
Cuando la sed, los pies doloridos y la cabeza golpeada por el sol se han convertido casi en una costumbre, una pequeña brecha en la pared rocosa, después de kilómetros de acantilado uniforme, puede llegar a ser una revelación extraordinaria y emocionante. Ni siquiera me hubiese dado cuenta del pequeño agujero de no ser porque el gigante se detuvo, por primera vez en toda la mañana, y lo señaló con el índice. Al principio la grieta resultaba prácticamente imperceptible, y podía pasar por un casual oscurecimiento de las rocas. Había que fijarse muy bien para detectarla. Y era necesario tener mucha fe para creer que un hombre la podía atravesar.
–A partir de este momento dispone usted de una hora. Tenga su reloj.
–Un momento. Es imposible entrar. Es demasiado estrecho.
–Inténtelo, no es muy difícil.
–Puedo quedar atrapado.
–Usted mismo. Si quiere, nos vamos.
Malhumorado, mientras gruñía y perjuraba, me encajé en el diminuto hueco e intenté pasar. Durante unos momentos me dio la impresión de estar atascado, oprimido mi pecho por las rocas, pero tras un esfuerzo desesperado logré caer en un espacio más amplio.
La luz entraba por la grieta. Estaba en el interior de la roca. Olía a humedad y el eco transformaba cada uno de mis pasos en varias docenas más. Seguí un estrecho pasillo natural y una vez en el fondo, hacia la derecha, pude distinguir los peldaños de una escalera ascendente de piedra, muy cortos e inclinados. No había otra salida, así que empecé a subirlos, apoyándome en las mismas formas convexas de la pared que me descalabrarían si tropezaba.
Después de varios minutos, empecé a asustarme. Tenía que encontrarme ya en un punto muy elevado con respecto a la grieta por la que había entrado, y la luz se había ido apagando hasta encontrarme prácticamente a oscuras. Sin dejar de subir, asegurando fuertemente los pies en los minúsculos escalones, no podía entender cómo había sido tan ingenuo, y por qué me había puesto tan fácilmente en manos de aquellos tipos, que en un momento así podían hacer de mí lo que quisieran. Pero mi claustrofobia remitió cuando observé que los escalones empezaban a reflejar delgados rayos de luz que poco a poco se hacían más gruesos.
Nunca podré transmitir la corriente de emociones que me invadió una vez arriba, cuando alcancé la entrada de la que provenía la luz, así que me limitaré a describir de la forma más exacta posible lo que apareció frente a mí. En primer lugar, el cielo azul lo ocupaba todo, y por debajo quedaba el mar, tranquilo y acariciado por un viento suave. Me acerqué a la roca quebrada, que daba luz al resto del recinto y lo rodeaba. La irregularidad de sus contornos indicaba que se había abierto a consecuencia de un desprendimiento natural, o quizá por aquellas obras emprendidas hacía ya décadas de las que me había hablado el director de los guardianes del templo. Me agaché porque sentí vértigo, pero en la arena, a muchos metros de distancia, distinguí la figura del gigante mohicano, sentado y mirando hacia el mar, muy pequeño desde donde yo estaba.
Entonces reparé en el suelo. Desde el momento de entrar, mis sandalias habían dejado de rozar la piedra de los escalones. Toda la superficie, una fina capa de arena, estaba totalmente cubierta por hojas de laurel, que se levantaban al más mínimo desplazamiento. De hecho, el aire estaba perfumado por el laurel y por la brisa fresca y salada del mar. Hubiera sido un gran placer sentarse sobre el manto de hojas y contemplar el mar desde allí, o cerrar los ojos e ir quedando poco a poco dormido, junto al murmullo del mar y abrigado por el viento de mediodía.
Me obligué a pensar en lo que realmente hacía allí. Aunque lo vi desde el principio, me había dedicado a reservar para el final la sensación de tener frente a mí, por fin, lo que buscaba desde hacía tantos años. En el centro de aquella estancia había un púlpito de piedra, orientado hacia el mar, y rodeado de columnas dóricas que nacían en el suelo y cuyos capiteles parecían adherirse de forma natural al techo rocoso. Miré mi reloj. Ya había pasado un cuarto de hora.
Me subí al púlpito. Frente a mí tenía una pantalla de cristal que cubría un papiro desplegado e imponente, casi de un metro de ancho y la mitad de largo. Estaba repleto de circunferencias muy pequeñas, cada una de un color y con una nota musical en escritura griega clásica –a veces dos, o incluso tres– incluida dentro. Las circunferencias comunicaban entre sí, y estaban unidas por líneas rectas de color azul. En definitiva, el dibujo resultó ser mucho más sencillo de lo que yo había imaginado infinitas veces.
De hecho, comprendí el mecanismo fácilmente. De forma instantánea desapareció cualquier tipo de temor que pudiese haber guardado sobre mi capacidad para descifrar el papiro, a pesar de mi dominio de las formas musicales clásicas. Caí entonces en una especie de trance del que me recuperé tres cuartos de hora más tarde, cuando el tiempo había finalizado y mi libreta estaba llena de apuntes. Antes de salir del templo miré por última vez el papiro, y no había dejado de recordarlo cuando volvía en avión a Barcelona, entusiasmado y ansioso por ponerme manos a la obra.
Sólo había examinado una pequeña parte de las circunferencias del papiro. Para utilizarlo, bastaba con empezar en una de ellas y realizar un trayecto arbitrario por el resto, siguiendo las líneas que las unían, una tras otra. Así se conseguía una melodía. En cambio, para buscar algo más complejo, se podía seguir una secuencia de circunferencias y después empezar una nueva por otras circunferencias situadas más allá. En este caso el resultado sería un estribillo con su puente, es decir, unas notas ascendentes que culminaran en el clímax (el estribillo) de forma natural y equilibrada, o quizá también dos melodías enlazadas. Aunque estas diferencias no importaban demasiado. A fin de cuentas, todo podía reducirse al placer de la extracción de belleza.
Durante el viaje de vuelta no sólo pensaba en el gran disco que tenía entre manos, sino que imaginaba una y otra vez que poseía el papiro, que podía disponer de él eternamente, disfrutar de la música de los dioses hasta perder la razón, y después transcribirla en forma de canciones pop que daría a conocer al resto del mundo.
CONTINUARÁ