martes, mayo 19, 2009

El ladrón de melodías (X)

Caminar sobre la arena durante horas, desconociendo la distancia que queda por recorrer y con la única compañía de un gigante silencioso de casi dos metros y corte de pelo mohicano puede llegar a ser de una monotonía enfermiza. Yo había llegado en el momento convenido, con una libreta bajo el brazo y un bolígrafo en el bolsillo. El cielo se mantenía tibio y el sol apenas se insinuaba. Pero a mediodía continuábamos junto a la pared del acantilado. El mar era uniforme a lo largo de la pared y había perdido ya todo rasgo distintivo. Ni siquiera podía saber exactamente el tiempo que llevábamos andando, pues el gigante me había confiscado el reloj en cuanto me vio aparecer entre los surfistas. Tenía mucha sed, había llegado a un punto en que me limitaba a arrastrar los pies, sin apenas levantarlos, y el sol, fuerte y claro en el centro del cielo, me provocaba un creciente dolor de cabeza. A pesar de mis continuas quejas, sólo recibía una respuesta de mi enigmático acompañante, siempre por delante de mí, y que ni siquiera giraba la cabeza para contestarme.

–Sea paciente.

Cuando la sed, los pies doloridos y la cabeza golpeada por el sol se han convertido casi en una costumbre, una pequeña brecha en la pared rocosa, después de kilómetros de acantilado uniforme, puede llegar a ser una revelación extraordinaria y emocionante. Ni siquiera me hubiese dado cuenta del pequeño agujero de no ser porque el gigante se detuvo, por primera vez en toda la mañana, y lo señaló con el índice. Al principio la grieta resultaba prácticamente imperceptible, y podía pasar por un casual oscurecimiento de las rocas. Había que fijarse muy bien para detectarla. Y era necesario tener mucha fe para creer que un hombre la podía atravesar.

–A partir de este momento dispone usted de una hora. Tenga su reloj.
–Un momento. Es imposible entrar. Es demasiado estrecho.
–Inténtelo, no es muy difícil.
–Puedo quedar atrapado.
–Usted mismo. Si quiere, nos vamos.

Malhumorado, mientras gruñía y perjuraba, me encajé en el diminuto hueco e intenté pasar. Durante unos momentos me dio la impresión de estar atascado, oprimido mi pecho por las rocas, pero tras un esfuerzo desesperado logré caer en un espacio más amplio.

La luz entraba por la grieta. Estaba en el interior de la roca. Olía a humedad y el eco transformaba cada uno de mis pasos en varias docenas más. Seguí un estrecho pasillo natural y una vez en el fondo, hacia la derecha, pude distinguir los peldaños de una escalera ascendente de piedra, muy cortos e inclinados. No había otra salida, así que empecé a subirlos, apoyándome en las mismas formas convexas de la pared que me descalabrarían si tropezaba.

Después de varios minutos, empecé a asustarme. Tenía que encontrarme ya en un punto muy elevado con respecto a la grieta por la que había entrado, y la luz se había ido apagando hasta encontrarme prácticamente a oscuras. Sin dejar de subir, asegurando fuertemente los pies en los minúsculos escalones, no podía entender cómo había sido tan ingenuo, y por qué me había puesto tan fácilmente en manos de aquellos tipos, que en un momento así podían hacer de mí lo que quisieran. Pero mi claustrofobia remitió cuando observé que los escalones empezaban a reflejar delgados rayos de luz que poco a poco se hacían más gruesos.

Nunca podré transmitir la corriente de emociones que me invadió una vez arriba, cuando alcancé la entrada de la que provenía la luz, así que me limitaré a describir de la forma más exacta posible lo que apareció frente a mí. En primer lugar, el cielo azul lo ocupaba todo, y por debajo quedaba el mar, tranquilo y acariciado por un viento suave. Me acerqué a la roca quebrada, que daba luz al resto del recinto y lo rodeaba. La irregularidad de sus contornos indicaba que se había abierto a consecuencia de un desprendimiento natural, o quizá por aquellas obras emprendidas hacía ya décadas de las que me había hablado el director de los guardianes del templo. Me agaché porque sentí vértigo, pero en la arena, a muchos metros de distancia, distinguí la figura del gigante mohicano, sentado y mirando hacia el mar, muy pequeño desde donde yo estaba.

Entonces reparé en el suelo. Desde el momento de entrar, mis sandalias habían dejado de rozar la piedra de los escalones. Toda la superficie, una fina capa de arena, estaba totalmente cubierta por hojas de laurel, que se levantaban al más mínimo desplazamiento. De hecho, el aire estaba perfumado por el laurel y por la brisa fresca y salada del mar. Hubiera sido un gran placer sentarse sobre el manto de hojas y contemplar el mar desde allí, o cerrar los ojos e ir quedando poco a poco dormido, junto al murmullo del mar y abrigado por el viento de mediodía.

Me obligué a pensar en lo que realmente hacía allí. Aunque lo vi desde el principio, me había dedicado a reservar para el final la sensación de tener frente a mí, por fin, lo que buscaba desde hacía tantos años. En el centro de aquella estancia había un púlpito de piedra, orientado hacia el mar, y rodeado de columnas dóricas que nacían en el suelo y cuyos capiteles parecían adherirse de forma natural al techo rocoso. Miré mi reloj. Ya había pasado un cuarto de hora.

Me subí al púlpito. Frente a mí tenía una pantalla de cristal que cubría un papiro desplegado e imponente, casi de un metro de ancho y la mitad de largo. Estaba repleto de circunferencias muy pequeñas, cada una de un color y con una nota musical en escritura griega clásica –a veces dos, o incluso tres– incluida dentro. Las circunferencias comunicaban entre sí, y estaban unidas por líneas rectas de color azul. En definitiva, el dibujo resultó ser mucho más sencillo de lo que yo había imaginado infinitas veces.

De hecho, comprendí el mecanismo fácilmente. De forma instantánea desapareció cualquier tipo de temor que pudiese haber guardado sobre mi capacidad para descifrar el papiro, a pesar de mi dominio de las formas musicales clásicas. Caí entonces en una especie de trance del que me recuperé tres cuartos de hora más tarde, cuando el tiempo había finalizado y mi libreta estaba llena de apuntes. Antes de salir del templo miré por última vez el papiro, y no había dejado de recordarlo cuando volvía en avión a Barcelona, entusiasmado y ansioso por ponerme manos a la obra.

Sólo había examinado una pequeña parte de las circunferencias del papiro. Para utilizarlo, bastaba con empezar en una de ellas y realizar un trayecto arbitrario por el resto, siguiendo las líneas que las unían, una tras otra. Así se conseguía una melodía. En cambio, para buscar algo más complejo, se podía seguir una secuencia de circunferencias y después empezar una nueva por otras circunferencias situadas más allá. En este caso el resultado sería un estribillo con su puente, es decir, unas notas ascendentes que culminaran en el clímax (el estribillo) de forma natural y equilibrada, o quizá también dos melodías enlazadas. Aunque estas diferencias no importaban demasiado. A fin de cuentas, todo podía reducirse al placer de la extracción de belleza.
Durante el viaje de vuelta no sólo pensaba en el gran disco que tenía entre manos, sino que imaginaba una y otra vez que poseía el papiro, que podía disponer de él eternamente, disfrutar de la música de los dioses hasta perder la razón, y después transcribirla en forma de canciones pop que daría a conocer al resto del mundo.
CONTINUARÁ

Leer más...

lunes, mayo 04, 2009

El ladrón de melodías (IX)

Entramos en la casa y recorrimos un pasillo alfombrado. En una de las paredes colgaba un cuadro, casi ocupándola por completo, donde se veía un mar y algo semejante a una bola luminosa. Subimos unas escaleras y llegamos a la segunda planta.

Todas las ventanas estaban abiertas. El suelo, de baldosas blancas y brillantes, recogía los últimos rayos del sol. Llegamos a un despacho. La puerta estaba abierta.

–Entre –dijo mi desconocido y silencioso acompañante, antes de marcharse.

Detrás de la mesa, un hombre con evidente sobrepeso, de pelo cano y vestido con una camisa de manga corta a rayas rojas, me observaba a través de sus gafas excesivas, un modelo de pasta excéntrico que le ocupaba la mitad de la cara. Me estaba esperando, y parecía muy tranquilo. Tenía las manos una sobre otra.

–Buenos días, señor Alejandro.
–Hola, ¿cómo conoce mi nombre? ¿Y qué hago yo aquí?
–Usted sabe muy bien lo que hace. Lleva años buscando el templo de Apolo y por fin lo ha encontrado. No hace falta que disimule, conocemos cada uno de sus movimientos y no hay lugar a la duda.

Su voz era tan pausada y ausente de cualquier matiz agresivo que dejé de sentirme tenso. La ventana del lateral de la habitación estaba abierta y dejaba pasar aire con olor a pino, a viento fresco y salado y a cloro de piscina.

–Voy a ser todo lo breve que pueda, pero hay una serie de cosas que usted debe conocer. En primer lugar, tengo que decirle que le hablo en nombre de una sociedad dedicada a guardar el templo de Apolo. En estos momentos, yo soy el director, aunque no puedo decirle mi nombre. Llevamos muchos años en activo, miles de siglos. Puede decirse que gestionamos el uso que se hace del papiro. Entienda que la magnitud del secreto obliga a una máxima discreción.

Se levantó y empezó a caminar a un lado y otro de la mesa, con las manos apretadas detrás de la espalda.

–Como le he dicho, hace siglos que no cesamos en nuestras actividades de vigilancia, que incluyen tanto detectar a buscadores del templo de todo el planeta como mantener el secreto de su localización y preservar el papiro. A pesar de todo, hasta hace poco no tuvimos algo realmente concreto que vigilar. Anteriormente, conocíamos de forma aproximada el lugar donde debía estar el templo. A principios de los años cincuenta alguien llevó a cabo una serie de obras en la pared rocosa que usted ha visto esta tarde. Se derrumbaron algunas rocas y, ante la sorpresa de los obreros, surgió el templo de Apolo de su escondite milenario. Inmediatamente nos encargamos de que no se divulgara el secreto, y tuvimos que planear nuevas estrategias de vigilancia.

Se detuvo un momento frente la ventana, observando el exterior. Estaba de espaldas a mí, pero continuaba hablando.

–El templo se mantenía intacto. Parecía recién salido de la antigüedad. E incluía el papiro, también perfectamente conservado. Todo esto provocó en el seno de nuestra organización muchas controversias. Surgieron propuestas de muy distinto tipo. Algunos eran partidarios de quemar el papiro. Otros hablaban de lo necesaria que era su divulgación a toda la humanidad. Llegamos a la conclusión de que aquella fuente de belleza sobrehumana no podía permanecer tan sólo en nuestras manos. Fue el único punto en que empezamos a apartarnos de las raíces tradicionales de nuestra sociedad, que sólo hacen referencia a la vigilancia. De algún modo, queríamos que la humanidad saliera beneficiada. Éste es el motivo por el que usted está ahora mismo aquí. Sin embargo, su reproducción masiva sólo podía llevar al caos y a la confusión. Conducir repentinamente a todo el mundo a un nuevo estado de conciencia, sin ninguna progresión y de un momento a otro, supondría un peligro de insospechadas consecuencias para la especie humana
–¿Qué quiere decir con que debo mi presencia aquí a ese cambio de orientación?
–A que finalmente optamos por un término medio. La humanidad iba a beneficiarse del descubrimiento, pero poco a poco, a lo largo de los siglos. Sería posible acceder al papiro, pero sólo lo harían aquellas personas que lo estuviesen buscando. Conocemos todas las fuentes donde los autores clásicos ocultaron las pistas. Nos hemos desarrollado lo suficiente para detectar a las personas que están manejando esta clase de ediciones y someterlas a seguimiento, hasta que estamos convencidos de que han descubierto el secreto.
–¿Y entonces?

Se sentó de nuevo detrás de la mesa del despacho.

–Pues entonces, esta persona merece acceder al papiro. Pero tenga en cuenta que hay toda una serie de restricciones.

Abrió un cajón de la mesa, del que extrajo una hoja de color azul con varios puntos. Enseguida me quedaron claras las reglas de la sociedad:

1- No divulgar el secreto.
2- No exceder el tiempo permitido.
3- No acceder al papiro sin permiso.
4- Respetar las decisiones de uso de la sociedad.

–El primer punto es sencillo –me dijo. E incluso es de sentido común, porque comprenda que cuanta menos gente conozca el secreto, más se beneficiará usted de lo que pueda obtener. El segundo punto tampoco entraña demasiadas dificultades. A usted se le asignará un tiempo determinado de contacto con el papiro, y bajo ningún concepto lo sobrepasará. El tercero es bien sencillo. Y el último es indiscutible. Quiero decir que nosotros decidiremos el uso que usted va a hacer del papiro: cuánto tiempo podrá examinarlo y las veces que podrá volver.
–¿Son limitadas? ¿En qué se basan para decidirlo?
–En aspectos que nos reservamos. Pero tenga en cuenta que lo calculamos todo y que las decisiones nunca son arbitrarias. Sencillamente, si se le dice que no va a poder volver, se limitará a no volver. Quizá con suerte, al cabo de los años, se le permita acceder de nuevo.
–¿Lo usa mucha gente?
–Desde los años cincuenta, en total una treintena de personas, contando activos, es decir, los que pueden volver a usarlo, e inactivos, los que de momento no han vuelto a tener acceso. No todo el mundo ha sabido aprovecharlo por igual, pero le aseguro que los mejores músicos han pasado por el templo.
–¿Por ejemplo?
–Comprenda que no se lo puedo decir.

Sin embargo, en mi cabeza ya aventuraba posibilidades. Brian Wilson manipulaba el papiro y anotaba las canciones que lo convertirían en el más importante autor del pop. Arthur Lee aparecía en el ensayo con un puñado de canciones formidables y lo justificaba como un arrebato de inspiración propiciado por el presentimiento de su propia muerte. Burt Bacharach solía hablar de la complejidad musical necesaria en una buena composición, pero a solas se limitaba a interpretar los códigos extraídos del papiro.

Aquel hombre se levantó del asiento con una agilidad sorprendente para su tamaño, y me acompañó hasta la puerta del despacho.

–Usted debe estar mañana por la mañana a las diez en el mismo lugar de la playa donde le han visto los vigilantes.
–¿Los vigilantes? ¿Se refiere a todos los surfistas? ¿Son miembros de la sociedad?
–Así es. Y otra cosa. Espero que usted conozca las notaciones musicales clásicas.
–Soy experto.

Me tendió la mano.

–Un momento, ¿cuánto tiempo podré estar?
–Lo sabrá usted mañana. No se preocupe, y considérese un afortunado. Buenas tardes.

Al salir por el pasillo alfombrado presté más atención al cuadro que ocupaba la pared. La bola luminosa descansaba sobre un carro, con varios caballos atados alrededor. El mar reflejaba un cielo que parecía el del amanecer, de color naranja, más vivo y rojizo cuanto más cerca estaba de la bola. En una esquina, tendido sobre la arena, un hombre dibujaba formas circulares en un papel.

CONTINUARÁ

Leer más...

martes, abril 28, 2009

El ladrón de melodías (VIII)

El viaje en avión me pareció eterno. Estaba ansioso por ver materializado mi esfuerzo. Y pronto estuve cerca del lugar que reflejaba el mapa. Se trataba de una de las playas más aisladas del Estado. En los alrededores sólo se extendían algunos núcleos de viviendas residenciales, y el resto estaba ocupado por espacios secos y arenosos. Por suerte, encontré un grupo de bungalows relativamente próximos a la zona donde yo intentaría encontrar el templo.

Para llegar a la orilla, era necesario descender un inclinado camino de tierra que parecía no acabar nunca. En ocasiones tenía que apartarme para dejar pasar camionetas con tablas de surf en el remolque o atadas al techo, y la mayoría adornadas con hojas de palmera. A mi derecha crecía una pared rocosa. A la izquierda, una hilera de pinos, salpicados por algunos matorrales, mezclaba su aroma en el aire salado. El camino giraba sutilmente hacia la derecha. El viento, cada vez más fresco, era una señal de que la playa estaba cerca.

Desde abajo, el espectáculo era sorprendente. La playa se alargaba hacia el fondo, separada unos quinientos metros de una pared de rocas. El mar emitía destellos bajo el sol de la tarde, pero en la orilla se rompía en grandes olas. El viento soplaba fuerte. Los bañistas hablaban en corro o dejaban pasar el tiempo estirados en sus toallas. A veces, de entre las olas emergía la figura de un surfista sobre su tabla. Cada cierto tiempo alguien tomaba entre los brazos una tabla y la deslizaba sobre la orilla, aprovechando un momento de calma. El resto aguardaba junto a las camionetas, aparcadas muy cerca de las rocas, y con las tablas de surf desperdigadas sobre la arena o apoyadas en los vehículos.

Empecé a recorrer la playa. Nunca he sido demasiado susceptible, pero al pasar junto a los grupos de surfistas me daba la impresión de que clavaban sus miradas en mí. A veces aplaudían las arriesgadas piruetas de uno de ellos sobre las olas. Si estaba cerca, aplaudía también, intentando disimular para los demás la sensación de intrusismo que me asaltaba.

Poco a poco los dejé atrás. La playa quedó desierta. El lugar tenía que estar próximo. Mis ojos no se apartaban un momento de las rocas, buscando algún indicio del templo en toda la uniformidad.
No recuerdo cuánto tiempo estuve caminando. Quizá una hora, en absoluta soledad. Por eso me asusté al ver que una figura alargada salía desde detrás de unas rocas, varios metros por delante de mí, y se acercaba hacia donde yo estaba.

Medía aproximadamente dos metros y vestía un pequeño bañador. Su piel estaba tostada por el sol. Era más bien delgado, pero de músculos perfectamente definidos. Su corte de pelo parecía el de un mohicano, rapado en la parte superior del cráneo y largo y rubio en los lados. A pesar de esta imagen imponente, sus ojos, azules y de mirada nítida y afable, me tranquilizaron.

–¿Puede esperar un momento conmigo, por favor?

Su voz era grave y segura.

–No tengo tiempo.
–Sabemos lo que está buscando. No se incomode, lo ha encontrado. Pero primero hay que seguir los pasos.

No tenía otra opción. No me veía capaz de hacer frente a aquel gigante educado, aunque sus últimas palabras me inquietaban. Mi mente flotaba aturdida, esperando una explicación que diera sentido a la situación en que me encontraba.

Escuché el traqueteo de un motor desde el lado de la playa que ya había recorrido. El gigante cruzó los brazos y fijó la mirada en la dirección de la que provenía el ruido. En unos minutos llegó una de aquellas camionetas decoradas con hojas de palmera.

–Métase en la parte trasera.

Pensé en salir corriendo, pero no tenía ninguna posibilidad de escapar. Me subí a la camioneta. El conductor era un hombre musculado y con el pelo largo y rubio. Su sencillo atuendo constaba de unos pantalones cortos y unas sandalias. Dio la vuelta y recorrió la playa en sentido inverso. Volvimos a pasar al lado de los grupos de surfistas y subimos la cuesta que conducía a la playa.

–¿Me puede decir adónde vamos?

Tardó unos segundos en responder.

–No.

Media hora después me acompañaba por la entrada de una casa de dos pisos, de amplios jardines y donde el color blanco de las paredes comenzaba a apagarse por la caída de la tarde. Atravesamos una piscina donde dos jóvenes, tumbados sobre colchonetas y con vasos de cóctel en las manos, conversaban y sonreían. No nos miraron al pasar, como tampoco lo hizo la mujer rubia y exuberante que estaba fuera del agua, en bikini y recostada en una hamaca, pintándose las uñas de los pies.

CONTINUARÁ

Leer más...

martes, marzo 31, 2009

El ladrón de melodías (VII)

Mis lecturas hicieron de mí un experto conocedor de la mitología clásica, pero nunca había escuchado nada así. Impresionado por aquella leyenda, me sulfuraba no comprender qué significaba la parte inferior del manuscrito. Opté por ser prudente y no divulgar mi hallazgo, e hice bien, porque al poco tiempo me di cuenta de que aquellas palabras indescifrables señalaban, en realidad, partes de obras de la antigüedad.

Había un total de diez obras, con una breve explicación junto a cada una de ellas que debía ser supuesta, ya que estaba formada por frases inconexas e incomprensibles a primera vista. Finalmente, comprendí que aquella explicación podía hacer referencia al fragmento de la obra que al sabio monje le interesaba señalar. Una de las obras era, precisamente, las Metamorfosis de Ovidio –y de ahí, supongo, que encontrase el manuscrito en el interior de este libro. La explicación estaba formada, entre otras, por estas palabras: “Apolo”, “Jacinto”, “flor”, “no hay vergüenza”, todas en latín. Fascinado, leí con atención la obra y subrayé las palabras que coincidiesen con estas anotaciones. Me desanimé al comprobar que muchas de las partes del libro quedaban subrayadas sin un criterio aparente. Entonces decidí fijarme en aquellos lugares en los que estas palabras apareciesen más cerca la una de la otra. Tras una selección, me quedé con cuatro posibles párrafos, de los cuales descarté dos por insignificantes. Al final escogí el único donde se mostraba una localización geográfica, que apunté en un mapa.

Comprendí que debía hacer lo mismo con todos los libros que figuraban en el manuscrito. Ninguno de ellos fue tan fácil como la primera obra. Muchas veces me preguntaba si lo que estaba haciendo tenía algún tipo de sentido o era una pueril pérdida de tiempo. Me animó el hecho de que siempre encontraba partes del texto donde las palabras coincidían con las citadas, estaban más o menos cerca e incluían un lugar concreto en el mapa, que procedía a anotar.

Me di cuenta del secreto que podía contener aquel manuscrito: el lugar exacto donde estaba oculto el desconocido templo de Apolo. La posibilidad de encontrarme en el camino correcto me empujó a no ceder en mi esfuerzo. Poco a poco el mapa contenía más puntos de localización. Pero no fue tan fácil. Muchas veces tenía varios puntos para una sola obra porque en más de un párrafo había proximidad entre las palabras señaladas y se incluía una localización. Además, no encontraba ediciones realmente antiguas de determinadas obras que, por lo tanto, podrían haber llegado a la versión moderna modificadas o distintas a las referencias que había empleado el monje delator.

Fue un trabajo muy arduo y en el que tuve que invertir mucho tiempo y dinero. Me convertí en un habitual de las subastas de bibliotecas, de las convenciones cartográficas y de las conferencias sobre lenguas antiguas. Y me veía obligado a ser rápido, porque cualquier otra persona podría haber llegado al secreto. Imaginé muchas veces que tenía entre mis manos el papiro de Apolo y que de él extraía infinitas canciones que me convertían en el mejor músico posible, en un fabricante de melodías celestiales que permitían a las personas abrazar los secretos de los dioses.

Deseché cientos de mapas por inadecuados. Confiaba en que, una vez consultadas las obras y establecidos los puntos, la unión de todos ellos convergiese en un punto central que mostrara el emplazamiento del templo de Apolo. Según la leyenda, debía ser una playa. Y muchas veces me encontré con situaciones absurdas: puntos en pleno océano o en el polo norte. Además, estaba seguro de que no disponía de la edición adecuada de al menos cuatro de las obras, así que cuatro de los puntos, con toda probabilidad, eran equivocados. Cuando tú y yo nos conocimos, me encontraba en un estado de desesperación y bloqueo.

Vi la luz gracias a un tratante de libros que me consiguió lo que necesitaba, eso sí, por un precio bastante exagerado. Estaba tan cegado por mi objetivo que no quise reparar en medios. Los cuatro libros encuadernados que tuviste la oportunidad de ver –ediciones muy antiguas, dignas de cualquier museo importante, y con toda seguridad robadas– eran las últimas claves que faltaban en el enigma.

Durante aquellos días, apenas salía de mi habitación y no dormía más de una o dos horas. Tras repasar los cuatro volúmenes, identificar algunos errores muy importantes de traducción de las ediciones modernas y fijar al fin varios puntos nuevos más, logré, por el cruce de todos los puntos resultado de aquellos años de búsqueda, un emplazamiento posible y bastante verosímil: concretamente, en una de las playas de California. Llegué a la conclusión de que aunque el monje que con estos códigos camufló el lugar no pudiera, por lógica histórica, conocer el nuevo mundo, debía tener conciencia de un espacio mítico situado en nuestro planeta y que luego se revelaría como el continente americano.
CONTINUARÁ

Leer más...

sábado, marzo 28, 2009

Wilsonesque

Por favor, no se pierdan la impresionante recopilación (una más) que Manolo Martos ha preparado en su blog:

Wilsonesque 2

Una colección de grandísimas canciones que toman como modelo al genio entre genios, y una fuente inapreciable de descubrimiento de sorprendentes grupos.

En breve, la séptima entrega de El ladrón de melodías.

Leer más...

sábado, marzo 21, 2009

El ladrón de melodías (VI)

Aquí empieza la segunda parte del relato, de la cual ya no soy responsable. Hasta ahora he explicado lo que puedo asegurar como cierto y lo único que es posible comprobar, e incluso a pesar de sus momentos de misterio no deja de tener lógica dentro del mundo en que vivimos. Lo que viene a continuación llenará los vacíos de la historia que he contado, pero desde una perspectiva muy cuestionable o, incluso, alucinada.


Carta de Alejandro Navas


Discúlpame, pero tengo que pedirte que creas en todo que lo estoy a punto de contarte. Lo más fácil es que cuando leas esto, yo ya no esté. Ahora mismo tengo miedo e intuyo que mi final se acerca. Suponía que podía pasar algo así, pero nunca acabé de tomarlo en serio. Sólo había visto la parte amable del misterio. Escribo rápidamente estas palabras. Espero que al menos me dé tiempo. No me gustaría que todo lo que sé acabara conmigo. Va a ser difícil que me des algo de crédito, pero concédeme al menos el beneficio de la duda.

Lo que sabes de mí es mentira. Nunca he estudiado literatura clásica. Para mí nunca ha existido nada más aparte de la música. Antes de mi viaje a California, llevaba muchos años componiendo. Después de mis primeros fracasos, pensaba que tarde o temprano lo lograría. La práctica y la experiencia me conducirían hacia mi meta, que no era otra que escribir al menos una buena canción. Es duro ver cómo, después de infinitos intentos, de lo único que queda constancia es de la ausencia de talento. No me desanimé pronto. El paso de los años me hizo ser consciente de que nunca llegaría a nada. El mundo de la música no era para mí, al menos como partícipe.

Cualquier otra persona más voluble hubiera aceptado su fracaso sin más y se habría dedicado a otra cosa. Yo no buscaba otro tipo de realización. La música me gusta demasiado. Fui terco en mis decepciones. No podía hablar de mis mejores o peores canciones, sino en todo caso de las menos malas. Esto es duro cuando quieres ser alguien, cuando quieres utilizar el arte para descubrir a la humanidad verdades ocultas. Las canciones pop encierran secretos indescriptibles, mudos pero vibrantes. Yo sólo quería emocionar con mis canciones.

Aparte de la música, todo lo demás lo he tomado siempre como una afición. Incluso el resto del arte. Mi padre me contagió el gusto por la literatura clásica. Pero también acabé derivando estos conocimientos hacia el fin que realmente me interesaba.

La biblioteca de mi padre era muy extensa, llena de ediciones polvorientas y de manuscritos antiguos, comprados generalmente a muy buen precio en mercados callejeros. No había demasiado orden ni criterio, de modo que a veces era posible encontrar algo de valor entre una gran cantidad de papeles que no servían para nada. Antes de cumplir los veinte años, pasaba tardes enteras escudriñando entre los estantes, como un cazador de tesoros. Examinaba los textos y apartaba los que suponía más importantes, o que a mi parecer destacaban del resto. Mi formación al respecto era nula, de tal modo que frecuentemente sólo separaba los que estaban marcados con una fecha muy antigua o aquéllos cuyo contenido era peculiar o me resultaba interesante. De vez en cuando me molestaba en llevarlos a tasar y solía venderlos cuando el beneficio era razonable.

Sólo una vez no vendí un manuscrito de cuyo valor estaba absolutamente seguro. Porque entonces fue cuando se produjo la conexión con el mundo donde se concentraban mis auténticas obsesiones: la música. Lo había descubierto por casualidad, mientras ojeaba una edición del siglo XVII de las Metamorfosis de Ovidio. Entre sus páginas surgió un papel amarillento y frágil, resquebrajado por uno de los márgenes y lleno de palabras en latín, pero perfectamente legible a pesar de la caligrafía medieval. La letra estaba concentrada, como si su autor hubiese querido aprovechar al máximo el espacio disponible. Los números romanos que aparecían al final del papel indicaban que había sido escrito en mil cuatrocientos siete.

El manuscrito se dividía en dos partes. El párrafo de la parte superior era perfectamente comprensible. Explicaba una pequeña leyenda de la que hasta entonces yo no tenía noticia. Un poco más abajo una serie de referencias se alineaban una tras otra. En un primer momento no las comprendí, porque no seguían un orden sintáctico lógico.

En cuanto comencé a entender lo que se decía en aquel papel amarillento, me sentí absorbido por una tarea fascinante y que me ocupó por completo desde entonces. Supuse que su autor había sido un monje, un conocedor de fuentes ocultas y desaparecidas para la modernidad. Tras darme cuenta, con el paso del tiempo, de que todo encajaba tal y como se refería en el manuscrito, alejé de mí cualquier tendencia a considerar aquella búsqueda como un juego o entretenimiento.

Apolo, el dios de la música en la mitología griega y romana, pero también de la poesía, la medicina y la luz, fue retado por el pastor Marsias en un duelo musical. Los jueces de esta lucha fueron los habitantes del pueblo de Nisa. Marsias extrajo impresionantes sonidos de su flauta, pero el canto de Apolo logró provocar en el público duraderas lágrimas de emoción.

No importa que Apolo, como venganza por la afrenta, decidiera desollar a Marsias en lo alto de un árbol. Lo realmente interesante, y aquí es donde no llegan la mayoría de los mitos conocidos, es que Apolo, desterrado por su comportamiento cruel con el pastor, decidió ocupar el tiempo en una particular obra de arte. Apartado de todos, en una playa desconocida, decidió elaborar una tabla donde se expusieran todos los secretos del universo. Y para ello empleó el código que más conocía: la música. La tabla quedó plasmada en un papiro que contendría la sinfonía definitiva, un receptáculo de belleza inmortal que embriagaría todas las almas y acercaría a las personas a la grandeza de los dioses.

Apolo volvió del destierro, pero tras mucho pensarlo, y con los ánimos más calmados, decidió no poner aquel conjunto de conocimientos a disposición de los estrechos límites humanos. Sin embargo, orgulloso de su creación, tampoco se atrevió a destruirla. En un lugar desconocido de la playa en la que había pasado aquellos años de soledad, construyó un templo donde depositó el papiro. Para asegurarse de que nadie accedería a aquellos secretos, puso el templo y el papiro bajo la vigilancia de sus mejores discípulos. Apolo volvió al Olimpo, donde otra vez se encargaba de transportar el sol en su carro día tras día.
CONTINUARÁ

Leer más...

domingo, marzo 15, 2009

El ladrón de melodías (V)

Volví a ver a Alejandro con las maletas una tarde de principios de agosto, un año después de su primera marcha. Se iba de nuevo a California. En ningún otro lugar, según me dijo, podría sentirse mejor para empezar a componer. Necesitaba aislarse, alejarse de entrevistas y conciertos. Las revistas ya adelantaban que su nuevo trabajo aparecería en septiembre. Y él no había escrito una sola canción.

Dos meses después tuvo lugar el cambio definitivo. Alejandro no apareció. Pero no se limitó a no volver a nuestro piso, donde su presencia ya era bastante casual, a pesar de que continuaba pagando las mensualidades. Por el contrario, desapareció para todo el mundo. La noticia corrió rápido y dio lugar a muchas especulaciones. Yo no dejaba de leer el periódico en busca de nuevas informaciones sobre el caso.

Al mismo tiempo, casi sin quererlo, me encontré con toda una serie de noticias bastante turbadoras en la agitación de aquellos días.

“Hemos decidido abandonar. No estamos inspirados y no nos salen las cosas. Lo mejor será que cada uno siga su camino. Hace tiempo que no logramos nada bueno.”

La frase está extraída de una entrevista donde el grupo californiano Gigolo Aunts, de forma insospechada, y un año después de la publicación de un gran disco –Pacific Ocean Blues– de canciones perfectas llenas de belleza y melancolía, anuncia su separación. La noticia pilló por sorpresa a quienes ya lo consideraban un grupo que iba a tener un gran alcance en los años venideros.

“Ya soy muy viejo. A veces no logro comprender cómo he podido crear todas esas canciones. Parece como si fueran ajenas a mí, ya que he perdido el modo de escribir otras semejantes. Prefiero ser honesto, así que no voy a componer más.”

Esta declaración venía acompañada de una fotografía de Burt Bacharach, con la mirada pensativa y amarga bajo su flequillo blanco. Uno de los mayores artífices del pop de quilates y de las melodías pluscuamperfectas y llenas de emoción se declaraba fuera del juego después de tantos años. Su obra permanecía, pero su público quedaba definitivamente desamparado.

Y por último:

“Estoy perdido. No sé quién fui. Creo que logré dar con el secreto, y eso está bien, tengo muy buenas canciones. He llegado lejos. Ahora es necesario que me centre y lo olvide todo. He disfrutado con el pop y lo he ennoblecido en lo que me ha sido posible. Antes creía que las canciones eran una forma de hablar con Dios. Más vale dejarlo cuando eres incapaz de comunicar nada.”

Lo escuché en la televisión, en una entrevista en la que Brian Wilson aparecía con la expresión divertida que lo caracterizaba desde que había empezado a salir de sus laberintos mentales. Decía estas palabras de manera despreocupada, casi irresponsable. Imaginé el efecto que esta declaración hubiera causado sobre Alejandro Navas, y entonces me di cuenta de que él también había desaparecido para la música. Era una víctima más del virus que asediaba implacablemente al pop.

Mi desconcierto se mantuvo lo suficiente como para que me resultase imposible encontrar una explicación más allá de las casualidades. Me sentía como el adorador de un dios cuyo culto estaba desapareciendo y cuyos seguidores eran aniquilados y estaban en vías de extinción.

La policía me hizo varias visitas, pero no pude ayudar en nada. Conocían el segundo viaje de Alejandro a California y, es más, les constaba que había vuelto y había alquilado un piso, también en el centro de la ciudad.

Poco después recibí una carta. El sobre era demasiado pequeño para el contenido que albergaba: varios folios doblados hasta la máxima compresión y escritos apresuradamente con la inconfundible letra de Alejandro. Cuando terminé de leerlos, pensé que quizá debía haber comentado a los agentes mis dudas sobre la salud mental de mi compañero.
CONTINUARÁ

Leer más...