domingo, febrero 22, 2009

El ladrón de melodías (I)

No he dejado de pensar en él desde su desaparición, desde aquella carta. Estudio mentalmente todo lo que sé, pero no me atrevo a dar por definitiva una explicación porque, a fin de cuentas, nunca he estado dentro de su mundo. Ya el primer día, a partir del momento en que le apreté la mano y le miré de arriba abajo, sabía que iba a ser una persona de trato imprevisible. Buscaba congeniar rápidamente con mi nuevo compañero de piso, pero intuí que aquel hombre de baja estatura, cercano a la treintena y que me miraba serio, por encima de las gafas, con suficiencia, no me iba a poner las cosas fáciles.

–Me llamo Alejandro. No hagas mucho ruido cuando lleves las cosas a tu habitación. Estoy estudiando.

Hasta entonces, Alejandro Navas era simplemente un nombre que figuraba en una de las partes del contrato que había firmado. La chica que me cedía la habitación no me había contado nada sobre él, aparte de que “es muy tranquilo”. Ahora le veía darse la vuelta y cerrar de nuevo la puerta desde la que había salido. Al menos se esforzaba en recibirme.

Fui extremadamente cuidadoso a la hora de respetar su aviso. Había conseguido un buen alquiler para tratarse de un piso mediano en el centro de Barcelona, y lo último que quería era problemas. Los primeros días apenas nos vimos. Por la mañana, me despertaba justo cuando él salía del baño, con su cabello oscuro, rizado y largo peinado hacia atrás, con claros incipientes en determinadas partes de la cabeza. Sus patillas estaban recortadas varios centímetros por debajo de las orejas, casi alcanzando el cuello, y llevaba una eterna barba de cuatro días. Desayunaba un café y se iba a la universidad. Se ponía la chaqueta y una bufanda de color morado, a pesar de que ya estábamos en primavera.

Por los libros que a veces dejaba sobre la mesa del comedor, descubrí que estudiaba literatura clásica. Los primeros días volví muy tarde a casa, cuando ya se había acostado. Estudiaba en la facultad de medicina y las prácticas a veces me mantenían muy ocupado. Tenía ganas de hablar con él, pero no me esforzaba demasiado, dolido, en el fondo, por la poca delicadeza que había demostrado nada más conocerme, y por el desprecio que se deducía de su poca tendencia a la palabra.

Cierta tarde decidí estudiar en mi habitación hasta la noche. Cuando llegué al piso, parecía no haber nadie. La puerta de la habitación de Alejandro estaba cerrada. Hacía muy buen día, así que opté por aprovechar la luz del sol que iluminaba el comedor. Creo que eran las cuatro de la tarde. Me senté en el sofá y me enfrasqué en la lectura de un libro sobre enfermedades nerviosas. Pude concentrarme enseguida, pero no por demasiado tiempo. Empecé a escuchar unos sonidos extraños que provenían de la habitación de mi compañero. Al principio pensé que era una radio o un televisor que se habían encendido accidentalmente. Pero el volumen subía, y aquellos chirridos empezaron a hacerse muy molestos. Parecía el ruido de una computadora loca. Escuché pasos en la habitación, y un irritante sonido de acople que duró unos segundos. No había duda de que Alejandro estaba allí.

Me levanté y me encerré en la habitación. Estaba enfadado por aquella interrupción en la paz de mi estudio. Intenté volver a la lectura, pero el sonido creció hasta niveles grotescos y me molestaba incluso con la puerta cerrada. Pensé en salir del piso e irme a estudiar a la biblioteca de mi facultad. Entonces sonó la voz de Alejandro, inconfundible y amplificada. Percibí su timbre levemente nasal y femenino. Al principio, conjuntada su voz con aquellos golpes de ruido obsesivos, creí que quizá estaba ensayando algún tipo de oración demoníaca o un conjuro. Llegué a la conclusión de que ya era suficiente. Me acordé de todos los cuidados que yo había puesto para no molestarlo, a raíz de sus primeras palabras, y aquella cínica falta de respeto me sulfuraba. Muy irritado, salí de mi habitación y crucé el comedor en dirección a la suya.

Sin embargo, a medida que me acercaba, descubrí que en aquella maraña de sonidos grotescos había una armonía, un rasgo que me resultaba familiar. Aprecié mejor la voz, que hasta entonces daba la impresión de ser un “o” satánico, alargado y sin matices. Me fijé en el nexo que unía aquel intento de palabra con el resto del ruido, y distinguí una primitiva asociación. Entonces comprendí lo que en realidad decía la voz amplificada de Alejandro Navas:

God only knows.

Abrí la puerta. Alejandro me miraba desde el fondo de la habitación, encajonado entre un armario y varios estantes repletos de libros. Estaba sorprendido y, a juzgar por el color de su cara, avergonzado. Sus dedos se habían detenido sobre las teclas de un piano electrónico bastante vistoso, lleno de botones, con dos grandes amplificadores y con un soporte con patas que lo elevaba desde el suelo. A un lado temblaba un micrófono, también con soporte, y conectado a un amplificador que colgaba en la pared. El micrófono empezó a acoplarse otra vez, pero Alejandro lo desconectó.

–Lo siento, pensaba que no estabas –me dijo, con voz temblorosa.
–No sabía que te gustan los Beach Boys.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Al final lo has publicado...me gusta el nuevo enfoque del blog, parece que nace con ilusión renovada.

Enhorabuena.

Mr. Glasshead dijo...

Muchas gracias por pasarte Burbuja,

un abrazo

Eclipse dijo...

Genial tio, como todos tus relatos, seguidos ya en tu otro blog. Espero el segundo capítulo :-)

Un saludo!