martes, febrero 24, 2009

El ladrón de melodías (II)

Paul McCartney había dicho en 1966 que God Only Knows, compuesta por Brian Wilson, líder de los Beach Boys, era la mejor canción que se había escrito jamás. Y aunque a manos de Alejandro Navas yo la había confundido con un canto de adoración a Satán, lo cierto es que aquello supuso un cambio en nuestra relación. Alejandro no tardó demasiado en enseñarme su extensa colección de discos. Al igual que yo, era un fanático admirador de la música pop, lo cual hizo que pasáramos de no comunicarnos en absoluto a mantener largas conversaciones sobre música y arte. Dejé de cenar fuera cada noche y llegaba al piso en el momento en que sabía que Alejandro estaría preparando su comida. Después, nos sentábamos en el comedor y escuchábamos discos desde el equipo de música de su habitación. Como deduje, estudiaba literatura clásica desde hacía varios años.

–Nunca he tenido la concentración necesaria para estudiar más de dos asignaturas por curso. Pero me gustaría terminar este año.

También me habló de su trabajo como músico. Tocaba en un bar todos los fines de semana.

–Tengo un grupo con unos amigos. Nos dedicamos a interpretar clásicos del pop, sobre todo los más desconocidos. Yo me encargo del teclado.

Sin embargo, nunca me decía dónde actuaban ni me invitaba a ir a verlos algún día. Respondía con evasivas o cambiaba abruptamente de tema.

–¿Y nunca has pensado en componer?

Cuando le hice esta pregunta, fijó la mirada en el suelo y alisó su cabello con los dedos.

–Me gustaría, pero me doy cuenta de que no tengo talento. Me irrita especialmente saber que tengo buen gusto, o sea, me gusta lo que es bueno, lo sé apreciar. Pero no tengo el secreto para componer buenas canciones. Creo que hay algo mágico en una canción que logra emocionar. He estudiado infinitas veces la estructura de las canciones que más me gustan, he intentado descomponerlas, he estudiado detenidamente la melodía. Pero es imposible, una meta inalcanzable para mí.

Una noche me dio a escuchar unas canciones que él mismo había grabado. Aunque el sonido estaba más controlado que cuando ensayaba con el teclado en su habitación –sólo había acoples de vez en cuando–, y a pesar de la impericia musical y de todos los gazapos, percibí con claridad las canciones a las que Alejandro trataba de dar forma. En efecto, como él mismo reconocía, eran composiciones mediocres, sin garra, que intentaban seguir la estela melódica de Brian Wilson y quedaban en simples caricaturas. Pero no quise ser cruel:

–Bueno, tampoco están tan mal.

Nuestra relación había mejorado, pero eso no impedía que en ocasiones apareciesen facetas de Alejandro absolutamente desagradables. No discriminaba en el momento de mostrar estos rasgos de su personalidad. Quiero decir que, aunque durante un par de horas hubiésemos estado hablando de forma cordial sobre el talento de Elvis Costello o sobre grupos infravalorados de los ochenta, inmediatamente era capaz de ofenderme con una opinión rotunda y sentenciosa:

–¿Te gusta Robert Musil? Sí, está bien si uno no tiene demasiada personalidad y se cree todo lo que se cuenta en los libros de crítica.

Estas situaciones se producían cuando empezaba a apreciarle o cuando ya me había olvidado de otras palabras del mismo estilo, pero de días atrás. Nunca me ha gustado discutir, así que cuando esto ocurría, interrumpía la conversación, me levantaba del sofá y me acostaba, prometiéndome a mí mismo no darle a Alejandro más confianza y limitar la relación a lo estrictamente necesario. Enseguida me olvidaba de mis propósitos cuando, al día siguiente, y quizá movido por la mala conciencia, Alejandro me dejaba un disco que “seguro que me iba a gustar” o me proponía ver una película por la noche, cuando volviese de ensayar con su grupo.

De todos modos, creo que empecé a comprenderle a partir de cierta noche, dos meses después de mi entrada en el piso. Salí con varios amigos de la facultad a tomar unas copas. Uno de ellos habló de un bar musical en el que había actuaciones, en el barrio Gótico. Hacia allí nos dirigimos. El bar estaba en un callejón estrecho y con olor a orín. Cuando entramos, la actuación ya había comenzado. Un hombre gordo, calvo y con barba gris contaba chistes sin demasiada gracia a un público que, más bien, se reía de él. Y detrás de un teclado, a cargo de los efectos de sonido y de la música que acompañaba el final de todos los chistes –siempre salpicada con el “¡Vete a tu casa!” o los silbidos de los espectadores–, descubrí a Alejandro Navas. Intentó no cruzar su mirada conmigo a lo largo de toda la actuación.

Durante unos días pareció como si hubiésemos vuelto al principio, cuando no nos hablábamos. Pero poco a poco percibí un esfuerzo por su parte para volver a comunicarse conmigo, y enseguida estábamos de nuevo conversando todas las noches. Sin embargo, él jamás hizo referencia a aquel encuentro, y yo tampoco le pregunté. Me daba cuenta de que su personalidad era una compleja mezcla de insatisfacciones y de un frustrado deseo de talento.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Ahí te dejo el enlace al artículo sobre la versión de 10 minutos de Revolution de los Beatles, para tí y para todo aquel que todavía no lo hubiese visto y le interese:

http://eleconomista.com.mx/notas-online/entretenimiento/2009/02/24/aparece-nueva-version-%E2%80%9Crevolution-beatles-you-tube

Besos

Mr. Glasshead dijo...

Gracias por compartir esto con nosotros, Burbuja (y qué pesadita la Yoko Ono de fondo)

besos