Fue uno de los muchos grupos que Will, el novio de mi madre, me recomendaba por carta de vez en cuando desde Estados Unidos. Sin embargo, cuando lo compré, algo especial parecía contener aquella carpeta rosa, con las fotos del grupo en blanco y negro en una franja. Era una imagen viva, joven y directa. Siempre he pensado que los mejores discos tienen carpetas con un diseño relacionado con la música de sus surcos.
Y así fue. No hay nada como poner la aguja en la primera canción, y escuchar ese bajo desbocado, febril, dando la nota en el sentido positivo para sumergirnos en el particular mundo de este disco de 1987, y el mejor del grupo. El álbum es un catálogo de canciones con gancho, de estribillos pegajosos, bajos con mucho eco y guitarras cristalinas y sobredimensionadas que envuelven las canciones en un tejido denso pero que nunca se satura. La voz se acopla perfectamente a esta fiesta del pop despreocupado y se esfuerza en regalarnos, uno tras otro, temas que, como pasa con todos los grandes discos, revivirán en nuestra cabeza poco después por sí mismos, como reivindicando su lugar dentro de nuestra lista personal de canciones memorables.
Close Lobsters eran escoceses, y de hecho muchas veces se nota un acentuado regusto a los grandes Orange Juice (esa forma de tocar la guitarra) y, quizá en menor medida, a Aztec Camera (por lo juguetón de las melodías).
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