martes, marzo 31, 2009

El ladrón de melodías (VII)

Mis lecturas hicieron de mí un experto conocedor de la mitología clásica, pero nunca había escuchado nada así. Impresionado por aquella leyenda, me sulfuraba no comprender qué significaba la parte inferior del manuscrito. Opté por ser prudente y no divulgar mi hallazgo, e hice bien, porque al poco tiempo me di cuenta de que aquellas palabras indescifrables señalaban, en realidad, partes de obras de la antigüedad.

Había un total de diez obras, con una breve explicación junto a cada una de ellas que debía ser supuesta, ya que estaba formada por frases inconexas e incomprensibles a primera vista. Finalmente, comprendí que aquella explicación podía hacer referencia al fragmento de la obra que al sabio monje le interesaba señalar. Una de las obras era, precisamente, las Metamorfosis de Ovidio –y de ahí, supongo, que encontrase el manuscrito en el interior de este libro. La explicación estaba formada, entre otras, por estas palabras: “Apolo”, “Jacinto”, “flor”, “no hay vergüenza”, todas en latín. Fascinado, leí con atención la obra y subrayé las palabras que coincidiesen con estas anotaciones. Me desanimé al comprobar que muchas de las partes del libro quedaban subrayadas sin un criterio aparente. Entonces decidí fijarme en aquellos lugares en los que estas palabras apareciesen más cerca la una de la otra. Tras una selección, me quedé con cuatro posibles párrafos, de los cuales descarté dos por insignificantes. Al final escogí el único donde se mostraba una localización geográfica, que apunté en un mapa.

Comprendí que debía hacer lo mismo con todos los libros que figuraban en el manuscrito. Ninguno de ellos fue tan fácil como la primera obra. Muchas veces me preguntaba si lo que estaba haciendo tenía algún tipo de sentido o era una pueril pérdida de tiempo. Me animó el hecho de que siempre encontraba partes del texto donde las palabras coincidían con las citadas, estaban más o menos cerca e incluían un lugar concreto en el mapa, que procedía a anotar.

Me di cuenta del secreto que podía contener aquel manuscrito: el lugar exacto donde estaba oculto el desconocido templo de Apolo. La posibilidad de encontrarme en el camino correcto me empujó a no ceder en mi esfuerzo. Poco a poco el mapa contenía más puntos de localización. Pero no fue tan fácil. Muchas veces tenía varios puntos para una sola obra porque en más de un párrafo había proximidad entre las palabras señaladas y se incluía una localización. Además, no encontraba ediciones realmente antiguas de determinadas obras que, por lo tanto, podrían haber llegado a la versión moderna modificadas o distintas a las referencias que había empleado el monje delator.

Fue un trabajo muy arduo y en el que tuve que invertir mucho tiempo y dinero. Me convertí en un habitual de las subastas de bibliotecas, de las convenciones cartográficas y de las conferencias sobre lenguas antiguas. Y me veía obligado a ser rápido, porque cualquier otra persona podría haber llegado al secreto. Imaginé muchas veces que tenía entre mis manos el papiro de Apolo y que de él extraía infinitas canciones que me convertían en el mejor músico posible, en un fabricante de melodías celestiales que permitían a las personas abrazar los secretos de los dioses.

Deseché cientos de mapas por inadecuados. Confiaba en que, una vez consultadas las obras y establecidos los puntos, la unión de todos ellos convergiese en un punto central que mostrara el emplazamiento del templo de Apolo. Según la leyenda, debía ser una playa. Y muchas veces me encontré con situaciones absurdas: puntos en pleno océano o en el polo norte. Además, estaba seguro de que no disponía de la edición adecuada de al menos cuatro de las obras, así que cuatro de los puntos, con toda probabilidad, eran equivocados. Cuando tú y yo nos conocimos, me encontraba en un estado de desesperación y bloqueo.

Vi la luz gracias a un tratante de libros que me consiguió lo que necesitaba, eso sí, por un precio bastante exagerado. Estaba tan cegado por mi objetivo que no quise reparar en medios. Los cuatro libros encuadernados que tuviste la oportunidad de ver –ediciones muy antiguas, dignas de cualquier museo importante, y con toda seguridad robadas– eran las últimas claves que faltaban en el enigma.

Durante aquellos días, apenas salía de mi habitación y no dormía más de una o dos horas. Tras repasar los cuatro volúmenes, identificar algunos errores muy importantes de traducción de las ediciones modernas y fijar al fin varios puntos nuevos más, logré, por el cruce de todos los puntos resultado de aquellos años de búsqueda, un emplazamiento posible y bastante verosímil: concretamente, en una de las playas de California. Llegué a la conclusión de que aunque el monje que con estos códigos camufló el lugar no pudiera, por lógica histórica, conocer el nuevo mundo, debía tener conciencia de un espacio mítico situado en nuestro planeta y que luego se revelaría como el continente americano.
CONTINUARÁ

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sábado, marzo 28, 2009

Wilsonesque

Por favor, no se pierdan la impresionante recopilación (una más) que Manolo Martos ha preparado en su blog:

Wilsonesque 2

Una colección de grandísimas canciones que toman como modelo al genio entre genios, y una fuente inapreciable de descubrimiento de sorprendentes grupos.

En breve, la séptima entrega de El ladrón de melodías.

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sábado, marzo 21, 2009

El ladrón de melodías (VI)

Aquí empieza la segunda parte del relato, de la cual ya no soy responsable. Hasta ahora he explicado lo que puedo asegurar como cierto y lo único que es posible comprobar, e incluso a pesar de sus momentos de misterio no deja de tener lógica dentro del mundo en que vivimos. Lo que viene a continuación llenará los vacíos de la historia que he contado, pero desde una perspectiva muy cuestionable o, incluso, alucinada.


Carta de Alejandro Navas


Discúlpame, pero tengo que pedirte que creas en todo que lo estoy a punto de contarte. Lo más fácil es que cuando leas esto, yo ya no esté. Ahora mismo tengo miedo e intuyo que mi final se acerca. Suponía que podía pasar algo así, pero nunca acabé de tomarlo en serio. Sólo había visto la parte amable del misterio. Escribo rápidamente estas palabras. Espero que al menos me dé tiempo. No me gustaría que todo lo que sé acabara conmigo. Va a ser difícil que me des algo de crédito, pero concédeme al menos el beneficio de la duda.

Lo que sabes de mí es mentira. Nunca he estudiado literatura clásica. Para mí nunca ha existido nada más aparte de la música. Antes de mi viaje a California, llevaba muchos años componiendo. Después de mis primeros fracasos, pensaba que tarde o temprano lo lograría. La práctica y la experiencia me conducirían hacia mi meta, que no era otra que escribir al menos una buena canción. Es duro ver cómo, después de infinitos intentos, de lo único que queda constancia es de la ausencia de talento. No me desanimé pronto. El paso de los años me hizo ser consciente de que nunca llegaría a nada. El mundo de la música no era para mí, al menos como partícipe.

Cualquier otra persona más voluble hubiera aceptado su fracaso sin más y se habría dedicado a otra cosa. Yo no buscaba otro tipo de realización. La música me gusta demasiado. Fui terco en mis decepciones. No podía hablar de mis mejores o peores canciones, sino en todo caso de las menos malas. Esto es duro cuando quieres ser alguien, cuando quieres utilizar el arte para descubrir a la humanidad verdades ocultas. Las canciones pop encierran secretos indescriptibles, mudos pero vibrantes. Yo sólo quería emocionar con mis canciones.

Aparte de la música, todo lo demás lo he tomado siempre como una afición. Incluso el resto del arte. Mi padre me contagió el gusto por la literatura clásica. Pero también acabé derivando estos conocimientos hacia el fin que realmente me interesaba.

La biblioteca de mi padre era muy extensa, llena de ediciones polvorientas y de manuscritos antiguos, comprados generalmente a muy buen precio en mercados callejeros. No había demasiado orden ni criterio, de modo que a veces era posible encontrar algo de valor entre una gran cantidad de papeles que no servían para nada. Antes de cumplir los veinte años, pasaba tardes enteras escudriñando entre los estantes, como un cazador de tesoros. Examinaba los textos y apartaba los que suponía más importantes, o que a mi parecer destacaban del resto. Mi formación al respecto era nula, de tal modo que frecuentemente sólo separaba los que estaban marcados con una fecha muy antigua o aquéllos cuyo contenido era peculiar o me resultaba interesante. De vez en cuando me molestaba en llevarlos a tasar y solía venderlos cuando el beneficio era razonable.

Sólo una vez no vendí un manuscrito de cuyo valor estaba absolutamente seguro. Porque entonces fue cuando se produjo la conexión con el mundo donde se concentraban mis auténticas obsesiones: la música. Lo había descubierto por casualidad, mientras ojeaba una edición del siglo XVII de las Metamorfosis de Ovidio. Entre sus páginas surgió un papel amarillento y frágil, resquebrajado por uno de los márgenes y lleno de palabras en latín, pero perfectamente legible a pesar de la caligrafía medieval. La letra estaba concentrada, como si su autor hubiese querido aprovechar al máximo el espacio disponible. Los números romanos que aparecían al final del papel indicaban que había sido escrito en mil cuatrocientos siete.

El manuscrito se dividía en dos partes. El párrafo de la parte superior era perfectamente comprensible. Explicaba una pequeña leyenda de la que hasta entonces yo no tenía noticia. Un poco más abajo una serie de referencias se alineaban una tras otra. En un primer momento no las comprendí, porque no seguían un orden sintáctico lógico.

En cuanto comencé a entender lo que se decía en aquel papel amarillento, me sentí absorbido por una tarea fascinante y que me ocupó por completo desde entonces. Supuse que su autor había sido un monje, un conocedor de fuentes ocultas y desaparecidas para la modernidad. Tras darme cuenta, con el paso del tiempo, de que todo encajaba tal y como se refería en el manuscrito, alejé de mí cualquier tendencia a considerar aquella búsqueda como un juego o entretenimiento.

Apolo, el dios de la música en la mitología griega y romana, pero también de la poesía, la medicina y la luz, fue retado por el pastor Marsias en un duelo musical. Los jueces de esta lucha fueron los habitantes del pueblo de Nisa. Marsias extrajo impresionantes sonidos de su flauta, pero el canto de Apolo logró provocar en el público duraderas lágrimas de emoción.

No importa que Apolo, como venganza por la afrenta, decidiera desollar a Marsias en lo alto de un árbol. Lo realmente interesante, y aquí es donde no llegan la mayoría de los mitos conocidos, es que Apolo, desterrado por su comportamiento cruel con el pastor, decidió ocupar el tiempo en una particular obra de arte. Apartado de todos, en una playa desconocida, decidió elaborar una tabla donde se expusieran todos los secretos del universo. Y para ello empleó el código que más conocía: la música. La tabla quedó plasmada en un papiro que contendría la sinfonía definitiva, un receptáculo de belleza inmortal que embriagaría todas las almas y acercaría a las personas a la grandeza de los dioses.

Apolo volvió del destierro, pero tras mucho pensarlo, y con los ánimos más calmados, decidió no poner aquel conjunto de conocimientos a disposición de los estrechos límites humanos. Sin embargo, orgulloso de su creación, tampoco se atrevió a destruirla. En un lugar desconocido de la playa en la que había pasado aquellos años de soledad, construyó un templo donde depositó el papiro. Para asegurarse de que nadie accedería a aquellos secretos, puso el templo y el papiro bajo la vigilancia de sus mejores discípulos. Apolo volvió al Olimpo, donde otra vez se encargaba de transportar el sol en su carro día tras día.
CONTINUARÁ

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domingo, marzo 15, 2009

El ladrón de melodías (V)

Volví a ver a Alejandro con las maletas una tarde de principios de agosto, un año después de su primera marcha. Se iba de nuevo a California. En ningún otro lugar, según me dijo, podría sentirse mejor para empezar a componer. Necesitaba aislarse, alejarse de entrevistas y conciertos. Las revistas ya adelantaban que su nuevo trabajo aparecería en septiembre. Y él no había escrito una sola canción.

Dos meses después tuvo lugar el cambio definitivo. Alejandro no apareció. Pero no se limitó a no volver a nuestro piso, donde su presencia ya era bastante casual, a pesar de que continuaba pagando las mensualidades. Por el contrario, desapareció para todo el mundo. La noticia corrió rápido y dio lugar a muchas especulaciones. Yo no dejaba de leer el periódico en busca de nuevas informaciones sobre el caso.

Al mismo tiempo, casi sin quererlo, me encontré con toda una serie de noticias bastante turbadoras en la agitación de aquellos días.

“Hemos decidido abandonar. No estamos inspirados y no nos salen las cosas. Lo mejor será que cada uno siga su camino. Hace tiempo que no logramos nada bueno.”

La frase está extraída de una entrevista donde el grupo californiano Gigolo Aunts, de forma insospechada, y un año después de la publicación de un gran disco –Pacific Ocean Blues– de canciones perfectas llenas de belleza y melancolía, anuncia su separación. La noticia pilló por sorpresa a quienes ya lo consideraban un grupo que iba a tener un gran alcance en los años venideros.

“Ya soy muy viejo. A veces no logro comprender cómo he podido crear todas esas canciones. Parece como si fueran ajenas a mí, ya que he perdido el modo de escribir otras semejantes. Prefiero ser honesto, así que no voy a componer más.”

Esta declaración venía acompañada de una fotografía de Burt Bacharach, con la mirada pensativa y amarga bajo su flequillo blanco. Uno de los mayores artífices del pop de quilates y de las melodías pluscuamperfectas y llenas de emoción se declaraba fuera del juego después de tantos años. Su obra permanecía, pero su público quedaba definitivamente desamparado.

Y por último:

“Estoy perdido. No sé quién fui. Creo que logré dar con el secreto, y eso está bien, tengo muy buenas canciones. He llegado lejos. Ahora es necesario que me centre y lo olvide todo. He disfrutado con el pop y lo he ennoblecido en lo que me ha sido posible. Antes creía que las canciones eran una forma de hablar con Dios. Más vale dejarlo cuando eres incapaz de comunicar nada.”

Lo escuché en la televisión, en una entrevista en la que Brian Wilson aparecía con la expresión divertida que lo caracterizaba desde que había empezado a salir de sus laberintos mentales. Decía estas palabras de manera despreocupada, casi irresponsable. Imaginé el efecto que esta declaración hubiera causado sobre Alejandro Navas, y entonces me di cuenta de que él también había desaparecido para la música. Era una víctima más del virus que asediaba implacablemente al pop.

Mi desconcierto se mantuvo lo suficiente como para que me resultase imposible encontrar una explicación más allá de las casualidades. Me sentía como el adorador de un dios cuyo culto estaba desapareciendo y cuyos seguidores eran aniquilados y estaban en vías de extinción.

La policía me hizo varias visitas, pero no pude ayudar en nada. Conocían el segundo viaje de Alejandro a California y, es más, les constaba que había vuelto y había alquilado un piso, también en el centro de la ciudad.

Poco después recibí una carta. El sobre era demasiado pequeño para el contenido que albergaba: varios folios doblados hasta la máxima compresión y escritos apresuradamente con la inconfundible letra de Alejandro. Cuando terminé de leerlos, pensé que quizá debía haber comentado a los agentes mis dudas sobre la salud mental de mi compañero.
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jueves, marzo 12, 2009

El ladrón de melodías (IV)

Había perdido de vista a Alejandro durante algo más de un mes, y ahora me resultaba extraño encontrarlo en una situación anímica tan poco usual en él. Se levantó del sofá y caminó hacia su habitación. Cambió la música.

–¿Qué tal en California?
–Estupendo, creo que es el mejor lugar del mundo. Dormía en un bungalow junto a la playa. No puedes ni imaginar la belleza de aquel mar. Me sentí muy inspirado, empecé a componer muchas canciones. Llené toda una libreta. ¿Y sabes que hice en cuanto llegué aquí?

Me senté en otro sofá, todavía confuso.

–Me esforcé y alquilé un estudio por horas. He grabado una maqueta y estoy seguro de que alguna compañía me la va a comprar. Son las mejores doce canciones que he compuesto nunca.

Yo no podía ser más escéptico ante sus palabras. Hasta entonces, su talento me había dado demasiadas pruebas de sus límites. Pero me gustaba la canción que estaba escuchando. El estribillo, hermoso y enérgico, fluía sobre unos arreglos de cuerda delicados, que emocionaban con una precisión asombrosa. El resto de la canción se amoldaba perfectamente al clímax, aunque con originalidad y equilibrio. Y no podía haber mejor voz para cantarla, a pesar de que jamás la había escuchado en otro contexto que no fuese un conjunto de ruidos pintorescos o unos acordes sosos y acoplados con calzador.

–¿Es alguna versión?
–No te infravalores. ¿Crees que un fanático del pop como tú no iba a reconocer una versión de una canción tan buena?

A lo largo de la noche escuché varias veces su maqueta, sin salir de mi asombro. Alejandro Navas había creado un brillante disco de pop. Durante cuarenta minutos, las doce canciones se entrelazaban sin dar lugar al aburrimiento o a la previsibilidad. Cada una era la prueba de un especial talento para forjar melodías. Efectivamente, daban la impresión de haber sido compuestas en la playa, en un especial estado de paz. Predominaban las guitarras acústicas, a veces las eléctricas –pero siempre en un plano muy discreto–, y un bajo y batería que se limitaban a marcar el ritmo adecuado en el momento idóneo. Los arreglos de cuerda eran muy sutiles y embellecían pasajes ya de por sí vibrantes.

Nunca hubiese creído que Alejandro fuera capaz de crear aquel mundo de belleza. Le felicité y expresé mi sorpresa. A los pocos días, una discográfica le propuso la edición del disco. En un mes la maqueta fue regrabada con mejores medios, pero mantenía su espíritu intacto. A finales de septiembre, Alejandro Navas ya era toda una revelación para los aficionados al pop más exquisito, un prometedor sucesor de Brian Wilson.

Por fin estaba viviendo su sueño. Apenas venía ya al piso, pues las promociones y los conciertos le mantenían muy ocupado. El éxito crítico había sido unánime, y como mucho se le podía recriminar su “clasicismo”, su apego a los clásicos del pop, aunque siempre reconociendo su extraordinaria habilidad compositiva. A veces topaba con alguna de las entrevistas que le habían hecho a raíz del éxito de su disco. Y aunque se había convertido en un músico brillante, casi nada de lo que decía Alejandro tenía demasiado interés. A excepción de una de las frases que repetía con más frecuencia:

“He pasado muchos años preguntándome sobre el secreto de las grandes canciones, estudiándolas, tratando de encontrar una explicación a la chispa que generan. Mis canciones son el resultado de esa búsqueda.”

Apenas lo vi durante aquel año. Las pocas veces que coincidimos, me habló de lo cansado que estaba y de las ganas que tenía de volver a componer.

–Estoy muy ilusionado con mi nuevo proyecto, pero aún no he escrito nada. Empezaré este verano. Y en septiembre ya estoy obligado a entregar un disco. Pero confío en mí mismo. ¿Recuerdas lo que le pasó a Brian Wilson después de grabar Pet Sounds?

Habíamos hablado de ello miles de veces. Después del disco Pet Sounds, de fama perenne, el líder de los Beach Boys se propuso crear el mejor disco de pop de todos los tiempos, una “sinfonía adolescente para Dios”, en sus propias palabras. No sólo no lo consiguió, sino que su carrera entró en un largo declive y su mente se perdió en la niebla de la locura. No se recuperaría hasta años más tarde.

–A mí no me va a pasar lo mismo. Te aseguro que voy a componer el mejor disco de pop que se haya creado jamás.

Alejandro lograba contagiarme su entusiasmo. Después de este tipo de conversaciones, deseaba escuchar enseguida su nuevo material. Su sorprendente debut hacía razonable esperar algo grande del segundo disco.

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lunes, marzo 02, 2009

El ladrón de melodías (III)

A las pocas semanas se produjo otro cambio. Una mañana, Alejandro llegó con un paquete. Lo puso encima de la mesa del comedor y lo abrió. El cartón desveló cuatro libros con una encuadernación que parecía antigua, de colores rojizos y apagados. Los llevó a su habitación y estuvo toda la tarde encerrado. Pasaron varios días. Las pocas veces que salía de la habitación se podía ver, detrás de la puerta entreabierta, una parte de su cama llena de folios con anotaciones. No me explicó nada. Una noche, mientras cenábamos, le hablé de cierta película interesante que acababan de estrenar. Le dije que podíamos ir a verla.

–Imposible. Ahora estoy muy liado con los exámenes.

Por las tardes, cuando volvía de la facultad, me encontraba con cientos de papeles desordenados sobre la mesa del comedor. Se trataba de escritos en griego clásico y latín, infestados de apuntes en los márgenes con la letra de Alejandro. Me convencí de que, realmente, mi compañero se encontraba en plena época de exámenes. Por lo demás, yo también estaba muy ocupado con los exámenes de medicina, así que no pude dedicar mucho tiempo a investigar lo que Alejandro podía traerse entre manos. Sin embargo, ciertos detalles despertaban en mí sospechas de todo tipo. A veces, entre sus folios garabateados, me encontraba con mapas desplegables a distintas escalas, de diferentes partes del mundo y de distintas épocas. Todos ellos estaban cruzados por líneas de bolígrafo obsesivas que parecían dibujar rutas. A pesar de todo, lo más preocupante tenía lugar por las noches. Mientras intentaba dormir, dando vueltas en la cama, acosado por el calor húmedo de la ciudad –estábamos a principios de julio–, empezaron a sobresaltarme los gritos de entusiasmo que profería Alejandro desde su habitación, a cualquier hora de la madrugada. Al principio sólo lo hacía de vez en cuando. Resultaba imposible no ver en aquellos estallidos una expresión de satisfacción, de la plenitud de haber alcanzado un objetivo.

Los gritos se incrementaron poco a poco hasta llegar a hacerse muy frecuentes en una sola noche. Además, el carácter de Alejandro era cada vez más taciturno, lo cual me hizo dudar seriamente de su estabilidad mental. Pensé en brotes de esquizofrenia y en alienaciones de la realidad. Y me temí lo peor cuando mi compañero no apareció por casa durante tres días seguidos. Estuve a punto de denunciar su ausencia a la policía. Cuando más peso había alcanzado esta determinación, Alejandro volvió. Llevaba consigo dos maletas de tamaño grande, recién compradas. El comedor empezaba a oscurecerse con las sombras del atardecer. Alejandro encendió una lámpara.

–Ya he acabado los exámenes. Estuve estudiando en casa de unos amigos, por eso no he podido venir por aquí. Quizá tendría que haberte avisado.
–Me faltaba poco para avisar a la policía.

Se quitó la bufanda y la chaqueta, y las arrojó despreocupadamente sobre un sofá. Arrastró las maletas hasta su habitación y volvió al comedor.

–Mañana me voy de vacaciones. He comprado un billete para California. Necesito quitarme todo el estrés de los exámenes.
–¿Te vas a California?
–Eso he dicho, ¿no? –me dijo, guiñando un ojo–. Calculo que estaré fuera un par de semanas, como mucho tres. No te preocupes, dejo pagado el alquiler de todo el mes.

Se fue al día siguiente. A partir de su marcha, el verano transcurrió para mí como una línea de serenidad y paz continua. Las últimas extravagancias de Alejandro habían generado de nuevo una distancia entre nosotros, esta vez reafirmada por mis dudas sobre su salud mental. Estuve solo en el piso durante dos semanas, en las que aproveché su ausencia para organizar pequeñas fiestas o, simplemente, disfrutar de la desaparición de las tensiones que habían marcado nuestra relación. Finalmente, yo mismo marché de vacaciones. Contemplé el regreso al piso, y la compañía de Alejandro, como una carga incómoda. Consideré seriamente la posibilidad de cambiar de vivienda en cuanto volviese. Sólo tomé conciencia de lo duro que iba a ser acostumbrarme de nuevo a la normalidad cuando, tres semanas después, abrí la puerta del piso y escuché música desde dentro. Alejandro se encontraba allí. Intenté sonreír. Estaba reclinado en el sofá. Tenía la piel morena y vestía con una camisa de flores hawaiana y unas bermudas.

–Vaya, veo que las vacaciones te han sentado genial.
–¿Genial? ¡Más que eso! Mi vida ha cambiado por completo.

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martes, febrero 24, 2009

El ladrón de melodías (II)

Paul McCartney había dicho en 1966 que God Only Knows, compuesta por Brian Wilson, líder de los Beach Boys, era la mejor canción que se había escrito jamás. Y aunque a manos de Alejandro Navas yo la había confundido con un canto de adoración a Satán, lo cierto es que aquello supuso un cambio en nuestra relación. Alejandro no tardó demasiado en enseñarme su extensa colección de discos. Al igual que yo, era un fanático admirador de la música pop, lo cual hizo que pasáramos de no comunicarnos en absoluto a mantener largas conversaciones sobre música y arte. Dejé de cenar fuera cada noche y llegaba al piso en el momento en que sabía que Alejandro estaría preparando su comida. Después, nos sentábamos en el comedor y escuchábamos discos desde el equipo de música de su habitación. Como deduje, estudiaba literatura clásica desde hacía varios años.

–Nunca he tenido la concentración necesaria para estudiar más de dos asignaturas por curso. Pero me gustaría terminar este año.

También me habló de su trabajo como músico. Tocaba en un bar todos los fines de semana.

–Tengo un grupo con unos amigos. Nos dedicamos a interpretar clásicos del pop, sobre todo los más desconocidos. Yo me encargo del teclado.

Sin embargo, nunca me decía dónde actuaban ni me invitaba a ir a verlos algún día. Respondía con evasivas o cambiaba abruptamente de tema.

–¿Y nunca has pensado en componer?

Cuando le hice esta pregunta, fijó la mirada en el suelo y alisó su cabello con los dedos.

–Me gustaría, pero me doy cuenta de que no tengo talento. Me irrita especialmente saber que tengo buen gusto, o sea, me gusta lo que es bueno, lo sé apreciar. Pero no tengo el secreto para componer buenas canciones. Creo que hay algo mágico en una canción que logra emocionar. He estudiado infinitas veces la estructura de las canciones que más me gustan, he intentado descomponerlas, he estudiado detenidamente la melodía. Pero es imposible, una meta inalcanzable para mí.

Una noche me dio a escuchar unas canciones que él mismo había grabado. Aunque el sonido estaba más controlado que cuando ensayaba con el teclado en su habitación –sólo había acoples de vez en cuando–, y a pesar de la impericia musical y de todos los gazapos, percibí con claridad las canciones a las que Alejandro trataba de dar forma. En efecto, como él mismo reconocía, eran composiciones mediocres, sin garra, que intentaban seguir la estela melódica de Brian Wilson y quedaban en simples caricaturas. Pero no quise ser cruel:

–Bueno, tampoco están tan mal.

Nuestra relación había mejorado, pero eso no impedía que en ocasiones apareciesen facetas de Alejandro absolutamente desagradables. No discriminaba en el momento de mostrar estos rasgos de su personalidad. Quiero decir que, aunque durante un par de horas hubiésemos estado hablando de forma cordial sobre el talento de Elvis Costello o sobre grupos infravalorados de los ochenta, inmediatamente era capaz de ofenderme con una opinión rotunda y sentenciosa:

–¿Te gusta Robert Musil? Sí, está bien si uno no tiene demasiada personalidad y se cree todo lo que se cuenta en los libros de crítica.

Estas situaciones se producían cuando empezaba a apreciarle o cuando ya me había olvidado de otras palabras del mismo estilo, pero de días atrás. Nunca me ha gustado discutir, así que cuando esto ocurría, interrumpía la conversación, me levantaba del sofá y me acostaba, prometiéndome a mí mismo no darle a Alejandro más confianza y limitar la relación a lo estrictamente necesario. Enseguida me olvidaba de mis propósitos cuando, al día siguiente, y quizá movido por la mala conciencia, Alejandro me dejaba un disco que “seguro que me iba a gustar” o me proponía ver una película por la noche, cuando volviese de ensayar con su grupo.

De todos modos, creo que empecé a comprenderle a partir de cierta noche, dos meses después de mi entrada en el piso. Salí con varios amigos de la facultad a tomar unas copas. Uno de ellos habló de un bar musical en el que había actuaciones, en el barrio Gótico. Hacia allí nos dirigimos. El bar estaba en un callejón estrecho y con olor a orín. Cuando entramos, la actuación ya había comenzado. Un hombre gordo, calvo y con barba gris contaba chistes sin demasiada gracia a un público que, más bien, se reía de él. Y detrás de un teclado, a cargo de los efectos de sonido y de la música que acompañaba el final de todos los chistes –siempre salpicada con el “¡Vete a tu casa!” o los silbidos de los espectadores–, descubrí a Alejandro Navas. Intentó no cruzar su mirada conmigo a lo largo de toda la actuación.

Durante unos días pareció como si hubiésemos vuelto al principio, cuando no nos hablábamos. Pero poco a poco percibí un esfuerzo por su parte para volver a comunicarse conmigo, y enseguida estábamos de nuevo conversando todas las noches. Sin embargo, él jamás hizo referencia a aquel encuentro, y yo tampoco le pregunté. Me daba cuenta de que su personalidad era una compleja mezcla de insatisfacciones y de un frustrado deseo de talento.

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domingo, febrero 22, 2009

El ladrón de melodías (I)

No he dejado de pensar en él desde su desaparición, desde aquella carta. Estudio mentalmente todo lo que sé, pero no me atrevo a dar por definitiva una explicación porque, a fin de cuentas, nunca he estado dentro de su mundo. Ya el primer día, a partir del momento en que le apreté la mano y le miré de arriba abajo, sabía que iba a ser una persona de trato imprevisible. Buscaba congeniar rápidamente con mi nuevo compañero de piso, pero intuí que aquel hombre de baja estatura, cercano a la treintena y que me miraba serio, por encima de las gafas, con suficiencia, no me iba a poner las cosas fáciles.

–Me llamo Alejandro. No hagas mucho ruido cuando lleves las cosas a tu habitación. Estoy estudiando.

Hasta entonces, Alejandro Navas era simplemente un nombre que figuraba en una de las partes del contrato que había firmado. La chica que me cedía la habitación no me había contado nada sobre él, aparte de que “es muy tranquilo”. Ahora le veía darse la vuelta y cerrar de nuevo la puerta desde la que había salido. Al menos se esforzaba en recibirme.

Fui extremadamente cuidadoso a la hora de respetar su aviso. Había conseguido un buen alquiler para tratarse de un piso mediano en el centro de Barcelona, y lo último que quería era problemas. Los primeros días apenas nos vimos. Por la mañana, me despertaba justo cuando él salía del baño, con su cabello oscuro, rizado y largo peinado hacia atrás, con claros incipientes en determinadas partes de la cabeza. Sus patillas estaban recortadas varios centímetros por debajo de las orejas, casi alcanzando el cuello, y llevaba una eterna barba de cuatro días. Desayunaba un café y se iba a la universidad. Se ponía la chaqueta y una bufanda de color morado, a pesar de que ya estábamos en primavera.

Por los libros que a veces dejaba sobre la mesa del comedor, descubrí que estudiaba literatura clásica. Los primeros días volví muy tarde a casa, cuando ya se había acostado. Estudiaba en la facultad de medicina y las prácticas a veces me mantenían muy ocupado. Tenía ganas de hablar con él, pero no me esforzaba demasiado, dolido, en el fondo, por la poca delicadeza que había demostrado nada más conocerme, y por el desprecio que se deducía de su poca tendencia a la palabra.

Cierta tarde decidí estudiar en mi habitación hasta la noche. Cuando llegué al piso, parecía no haber nadie. La puerta de la habitación de Alejandro estaba cerrada. Hacía muy buen día, así que opté por aprovechar la luz del sol que iluminaba el comedor. Creo que eran las cuatro de la tarde. Me senté en el sofá y me enfrasqué en la lectura de un libro sobre enfermedades nerviosas. Pude concentrarme enseguida, pero no por demasiado tiempo. Empecé a escuchar unos sonidos extraños que provenían de la habitación de mi compañero. Al principio pensé que era una radio o un televisor que se habían encendido accidentalmente. Pero el volumen subía, y aquellos chirridos empezaron a hacerse muy molestos. Parecía el ruido de una computadora loca. Escuché pasos en la habitación, y un irritante sonido de acople que duró unos segundos. No había duda de que Alejandro estaba allí.

Me levanté y me encerré en la habitación. Estaba enfadado por aquella interrupción en la paz de mi estudio. Intenté volver a la lectura, pero el sonido creció hasta niveles grotescos y me molestaba incluso con la puerta cerrada. Pensé en salir del piso e irme a estudiar a la biblioteca de mi facultad. Entonces sonó la voz de Alejandro, inconfundible y amplificada. Percibí su timbre levemente nasal y femenino. Al principio, conjuntada su voz con aquellos golpes de ruido obsesivos, creí que quizá estaba ensayando algún tipo de oración demoníaca o un conjuro. Llegué a la conclusión de que ya era suficiente. Me acordé de todos los cuidados que yo había puesto para no molestarlo, a raíz de sus primeras palabras, y aquella cínica falta de respeto me sulfuraba. Muy irritado, salí de mi habitación y crucé el comedor en dirección a la suya.

Sin embargo, a medida que me acercaba, descubrí que en aquella maraña de sonidos grotescos había una armonía, un rasgo que me resultaba familiar. Aprecié mejor la voz, que hasta entonces daba la impresión de ser un “o” satánico, alargado y sin matices. Me fijé en el nexo que unía aquel intento de palabra con el resto del ruido, y distinguí una primitiva asociación. Entonces comprendí lo que en realidad decía la voz amplificada de Alejandro Navas:

God only knows.

Abrí la puerta. Alejandro me miraba desde el fondo de la habitación, encajonado entre un armario y varios estantes repletos de libros. Estaba sorprendido y, a juzgar por el color de su cara, avergonzado. Sus dedos se habían detenido sobre las teclas de un piano electrónico bastante vistoso, lleno de botones, con dos grandes amplificadores y con un soporte con patas que lo elevaba desde el suelo. A un lado temblaba un micrófono, también con soporte, y conectado a un amplificador que colgaba en la pared. El micrófono empezó a acoplarse otra vez, pero Alejandro lo desconectó.

–Lo siento, pensaba que no estabas –me dijo, con voz temblorosa.
–No sabía que te gustan los Beach Boys.

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lunes, agosto 18, 2008

"That Thing You Do" y "Southside Girl"

La película The Wonders, dirigida y guionizada por Tom Hanks en 1996, mostraba de manera algo tópica las andanzas de un grupo ficticio de un solo éxito, desde su ascensión hasta su inevitable caída, en el año mágico de 1964. Sin embargo, muchas veces lo que queda en el recuerdo es aquello que en un principio tenía un papel secundario, y en este caso, la canción que aquel imaginario grupo llevaba hasta el número uno, "That Thing You Do", era lo que en realidad todo el mundo estaba deseando escuchar a lo largo de la película (y mientras se esperaba a que saliera de la pantalla ese tipo de aspecto tan antipático y con cara de pato que interpretaba al líder del grupo).

"That Thing You Do", compuesta por Adam Schlesinger, el bajista de los estupendos Fountaines of Wayne, es una pequeña maravilla pensada a propósito para la película de Hanks -que tuvo el buen gusto de elegirla como banda sonora-, y una joya del power-pop moderno que llama la atención a todo aquel que la escucha, sea o no aficionado al género (pertenece al muy exclusivo club del power-pop de éxito: la otra canción afiliada es "My Sharona" de The Knack). "That Thing You Do" es adictiva, vibrante, seductora, actúa como un mecanismo de precisión con todas las piezas en su lugar, y mientras disfrutamos de una parte, ya estamos esperando que llegue la siguiente y así durante los apenas tres minutos que dura.

Porque esta canción, en definitiva, encierra también un pequeño trauma: la esquizofrenia del género del power-pop, o dicho de otro modo, el arte de construir canciones comerciales dirigidas a un pequeño grupo de personas. El power-pop es un estilo fiel a sus raíces y enamorado de sus influencias, que lleva décadas sufriendo una larga travesía en el desierto y que ni siquiera es tenido en cuenta por las revistas musicales de calidad. Sin embargo, el género lleva en sí mismo su propio veneno. Muchos grupos se limitan a considerarlo simplemente como un manual o un libro de recetas, sin que el talento tenga nada que ver en el asunto. Una gran cantidad de obras del estilo son un catálogo de canciones con guitarreo, melodías y estribillos sin vida que se caen por su propio peso, lo cual genera centenares de grupos iguales unos a otros y discos perfectos en la forma, pero insípidos en el fondo. El amor por repetir esquemas vence muchas veces a una auténtica personalidad artística y convierte un género de tan aristocrática estirpe en una parodia de sí mismo.

No obstante, cuando el estilo confluye con un talento innato, se produce sin duda la música más maravillosa que es posible escuchar hoy día. También a este selecto club pertenece "That Thing You Do".

De clásico a clásico: ya hacía mucho tiempo que quería hablar de "Southside Girl", canción legendaria que el grupo Arrogance, de North Carolina, compuso en 1982, después de una carrera algo irregular en la que se afiliaban a una especie de rock americano setentero de radiofórmula. "Southside Girl" no es sólo lo mejor que hicieron, es también la mejor canción de los ochenta. Una revelación hecha música, un pedazo de espíritu enamorado convertido en tres minutos de placer sin igual, donde todo es perfecto y feliz. Y las herramientas para ello son sencillas, pero genialmente utilizadas: un bajo basculante a lo "The Dock of The Bay" De Otis Redding, la influencia de los Beatles en cada átomo -atención al puente, un homenaje a "Drive My Car"-, una melodía que absorbe el alma de los Searchers de "Needles & Pins" y sobre todo, una manera apasionada y honesta de cantar que transmite una chispa vital absolutamente electrizante. Inigualable e imprescindible, "Southside Girl" es una de las canciones señeras de una manera de entender la música y una joya que nadie debería dejar pasar sin arrepentirse toda su vida.

Aquí podréis conseguir "That Thing You Do" de los Wonders, "Southside Girl" de Arrogance y una versión de "That Thing You Do" a cargo de los Travoltas, una delicia tocada a la manera acústica de los Beach Boys en su disco Party:

That Thing You Do + Southside Girl

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lunes, julio 21, 2008

Charlie Manson: canciones y asesinatos en masa

A finales de agosto de 1975, antes de un mastodóntico concierto en Long Beach, California, de unos Led Zeppelin en pleno apogeo, el agente de prensa del grupo, Danny Goldberg, recibió a una chica pelirroja con un grotesco tic nervioso, que quería hablar con Jimmy Page. Estaba segura de que se avecinaba algo terrible que podía ocurrir en el concierto de aquella noche. Según sus palabras, la última vez que había tenido un presentimiento así pudo ver cómo mataban a un tipo de un disparo delante de sus ojos. La chica, completamente desquiciada, sólo se fue cuando le aseguraron que era imposible hablar con Jimmy. Durante el concierto de aquella noche no sucedió nada. Sin embargo, una semana más tarde, el 5 de septiembre, aquella chica aparecía en todas las noticias por haber intentado asesinar -con una pistola que en realidad no estaba cargada- al presidente de Estados Unidos Gerald Ford, durante un mítin en San Francisco.

La chica era Lynette Fromme, una de las adeptas más convencidas y persistentes de la familia que Charles Manson reunió a finales de los años sesenta, donde era llamada Roja. Curiosamente, otra chica del clan rebautizada con un color, Sandra Good, Azul, arrastró su fanatismo durante el resto de su vida desde el encarcelamiento de Manson, e incluso fue sentenciada a diez años de cárcel en 1975 por enviar cartas amenazantes a corporaciones que "contaminaban la tierra". Al finalizar la pena, no dudó en buscar una vivienda cerca de la prisión de Cormoran, en California, donde Manson cumple su cadena perpetua desde hace aproximadamente cuarenta años. Sólo son dos muestras de uno de los hechos más destacados del final de la magia inocente de los sesenta: la atmósfera enrarecida, violenta, subversiva y delirante hacia donde desembocó la expansión de la conciencia liberada por el LSD a mediados de la década, y su particular protagonista: Charles Manson.

Convicto experimentado, filósofo antisistema y, especialmente, músico frustrado, Manson empezó a hacerse fuerte a partir de su salida de la cárcel el 21 de marzo de 1967. Hasta entonces, la suma de sus condenas era más de la mitad de su edad, treinta y dos años. En su último encarcelamiento en la cárcel de McNeil Island (Washington) -por proxenetismo, robo y falsificación de cheques-, había aprendido a tocar la guitarra gracias al famoso gángster Alvin Creepy Karpis, de quien se había hecho amante. Una vez libre viajó hacia San Francisco, donde encontró el caldo de cultivo ideal para enraizar su paranoia y convertir a la causa a jóvenes desorientados que enseguida cayeron en sus redes. Experto en detectar los puntos débiles de los demás, magnético y seductor, y respaldado por una ideología propia que era un batiburrillo de misticismo oriental, catolicismo y delirios de todo tipo, se rodeó de un importante grupo de jóvenes (casi todo chicas) dispuestos a adorarle como lo que él mismo decía que era, "Cristo y Satán al mismo tiempo". El caso Manson reviste interés no sólo por ser paradigma de una época enfebrecida, sino también porque en él confluye una síntesis de lo mejor de la música que había dado aquella época dorada.

Manson, compositor dotado, pero excesivamente alterado por su personalidad, se movió a lo largo de 1968 entre algunos de los más importantes músicos y productores californianos, a los que seducía con sus cócteles de drogas y chicas jóvenes y dispuestas. Había conocido a Dennis Wilson, el más crápula de los Beach Boys, en la primavera de 1968. De hecho, estuvo viviendo con sus jóvenes adeptos en su casa en el 14.400 de Sunset Boulevard, lo cual supuso en aquel verano unos gastos de casi 100.000 dólares para Dennis. El batería de los Beach Boys llegó a realizar estas declaraciones sobre Manson en la revista británica Rave en diciembre de 1968: "A veces me asusta el mago, Charlie Manson, un amigo mío (...) Canta, toca y escribe poesía. Tal vez pronto sea uno de los artistas del catálogo de Brother Records". Pese a su heterodoxia y su rebeldía, en realidad el sueño de Manson era convertirse en un músico famoso y millonario. Dennis le presentó al afamado productor Terry Melcher, bastión del sonido pop californiano de finales de la década (e hijo de Doris Day), así como a otros productores y agentes. Siempre ocurría lo mismo: todos se sentían atraídos por la particular personalidad de Charlie, pero enseguida percibían al mismo tiempo una onda siniestra y violenta que terminaba por apartarlos de su lado. Aunque Manson logró arrancar algunas vagas promesas, al final nadie deseó apostar por él y entonces su resentimiento social alcanzó niveles críticos. Pese a todo, le había dado tiempo a grabar algunas canciones ni más ni menos que en el estudio privado de Brian Wilson, en su propia mansión en el 1.448 de Laurel Way, y en dos sesiones, la primera el 11 de septiembre de 1967 y la segunda, el 9 de agosto de 1968, con el ingeniero de sonido Stephen Desper a los mandos y el acompañamiento de seis de las chicas de su familia, algunas de ellas partícipes en los asesinatos de agosto del año siguiente que darían fama mundial a Manson y su clan. Las canciones se publicarían en formato de disco un par de años más tarde. Sin embargo, en enero de 1969, Manson tuvo que añadir a la ruptura de su sueño musical californiano el robo que Dennis Wilson hizo de su canción "Cease To Exist", a la que cambió el título por "Never Learn Not To Love" para incluirla en el disco de los Beach Boys 20/20. Dennis siempre afirmaría que la canción no era de Manson, sino que la había compuesto casi toda él. No obstante, y a pesar de que sus arreglos endulzados no tienen nada que ver con la aridez de la versión de Manson, lo cierto es que por debajo se intuye un aroma pervertido, insano, que no se corresponde con el espíritu musicalmente amable de los Beach Boys.

El desencuentro con Dennis Wilson se había producido mucho antes, cuando éste, a pesar del sexo fácil -en aquellas orgías llegaron a participar Neil Young y Mike Love-, empezó a distanciarse del clan y dejó de pagar el alquiler de la casa que Manson había ocupado con la familia. Manson y los suyos fueron expulsados por impago a comienzos de otoño de 1968. Se dirigieron entonces, en un autobús escolar Volkswagen pintado de negro para no llamar la atención de la policía, al rancho Spahn, en Chatsworth, un lugar oculto en la zona desértica del Valle de la Muerte -a unos cincuenta kilómetros de Los Ángeles, en la zona montañosa de Santa Susana-, y que había hecho las veces de pueblo del Oeste en antiguas producciones. El rancho, ya abandonado, era propiedad de un anciano de ochenta y tres años, George Spahn, al que convencieron para permanecer allí a cambio de los favores sexuales de Lynette Fromme. Aislados, rendidos a Manson y a sus ideas virulentas, y expuestos a dosis continuas de LSD, anfetaminas y sexo en grupo, el clan se encerró en sí mismo y empezó a distanciarse de la realidad tanto como se lo permitía el infinito silencio del desierto. Faltaba todavía uno de los ingredientes detonadores, el motor que disparase las ideas destructivas de Manson, y esto se produjo a finales de noviembre de 1968, cuando los Beatles publicaron su White Album.

Ian MacDonald explica perfectamente en Revolución en la mente la influencia decisiva de la música de los Beatles en los pensamientos lunáticos de Manson: "Tratar las producciones determinadas por la casualidad al mismo nivel que el material intencionadamente dotado de significado es caer en un relativismo que sólo puede terminar en el caos, y el caos atrae a los psicópatas". En efecto, los juegos de azar, de libertad creativa e imaginación sin límites que empezaron a protagonizar la música de los Beatles -y por extensión, toda la música popular- a partir de 1966, no sólo supusieron una gloriosa culminación artística, sino también el acercamiento peligroso de interpretaciones delirantes o malsanas. La exuberancia estilística y musical del White Album sirvió de iluminación para Charles Manson, que a partir de aquí reorganizó sus teorías y encontró una coartada abstracta para sus solícitos compañeros. "Revolution 9", por ejemplo, dejaba de ser la mejor aproximación del pop a la música vanguardista para convertirse en una profecía del apocalipsis cercano. Manson afirmaba que los negros se rebelarían en el verano de 1969 y que matarían a todos los blancos: sería el "Helter Skelter", canción que Manson relacionó con esta masacre quizá por su furibunda atmósfera de guitarras infernales (ignorando, por supuesto, que el Helter Skelter era un tobogán en espiral típicamente británico). Él y la familia, sin embargo, se ocultarían en un lago subterráneo que recorría el Valle de la Muerte -Manson tomó prestada esta idea de una antigua leyenda de los indios shoshon y hopi, que hablaban del "agujero del diablo" o del "pozo sin fondo"-, y permanecerían allí hasta llegar a ser 144.000 descendientes. Entonces saldrían de nuevo a la tierra y gobernarían el mundo, dado que el hombre negro y su inteligencia inferior lo habrían sumido de nuevo en el caos. Para Manson, los Beatles eran los cuatro ángeles del Apocalipsis y él era el quinto. Manson encontró más mensajes en la excepcionalmente violenta "Piggies" de George Harrison, que según él incitaba al asesinato en masa de la gente adinerada; en "Blackbird", que profetizaba el alzamiento del hombre negro; y también en "Honey Pie", por la cual los Beatles expresaban el deseo de conocerle (entre otras cosas, la canción dice "ven a enseñarme la magia"). Manson y su familia empezaron a enviar cartas a los Beatles para concertar una cita -que evidentemente no fueron respondidas-, y el White Album era de escucha constante y obligada en los dominios paranoicos del rancho Spahn. Por otro lado, estas ideas de muerte y destrucción tenían su reflejo en una colección de Volkswagens robados y adaptados al desierto como buggies areneros, en patrullas nocturnas -con sus correspondientes puestos de vigilancia-, en depósitos de combustible escondidos bajo las rocas y, sobre todo, en un variado surtido de cuchillos, pistolas y rifles (Charlie era un experto en cuestiones de armamento). Si el Apocalipsis iba a producirse, convenía estar bien preparado.

Los fieles de Manson -unas veinte chicas y tan sólo cinco chicos- mostraron una absoluta fe en estas profecías, a pesar de que muchos de ellos procedían de familias acomodadas y contaban con estudios universitarios. Las tendencias agresivas y sociópatas de Manson empezaron a desbocarse a medida que avanzaba 1969. En junio, la idea predominante de Manson en el rancho era que debían enseñar a los negros cómo empezar la revolución. El 26 de julio, Charles Manson y otros tres adeptos -Bobby Beausoleil, Mary Brunner, que no participó y luego testificaría como acusación, y Susan Atkins- hicieron una visita al 964 de Topanga Canyon, en Los Ángeles, donde vivía el profesor de música Gary Hinman, a quien conocían porque les había acogido anteriormente. Manson pensaba erróneamente que Hinman había heredado 20.000 dólares. Tras dos días de torturas, y al no obtener resultados, Manson le rebanó una oreja y ordenó a Bobby Beausoleil -quien, por cierto, en 1964 había interpretado al diablo en la película de Keneth Anger Scorpio Rising; y que había tocado la guitarra brevemente en 1965 en unos iniciales Love, cuando aún se llamaban The Grass Roots, antes de la llegada de Bryan MacLean- que acabara con él. Beausoleil, atrapado en un marasmo de LSD y de ideas satánicas, no dudó en acuchillar a Hinman hasta la muerte y, por supuesto, en iniciar la peculiar marca de la casa del clan: en una de las paredes, con la sangre de Hinman, escribió "Political Piggy". La policía arrestó a Beausoleil el 6 de agosto, al sorprenderlo conduciendo el vehículo de Hinman y encontrar el arma del crimen escondida en un neumático.

A partir de aquí, los acontecimientos se precipitaron. El resentimiento de Manson hacia los productores musicales que le rechazaron había alcanzado cotas psicóticas. El mismo Terry Melcher acudió en dos ocasiones al rancho Spahn en mayo para escuchar la música de Manson; la segunda de ellas lo hizo acompañado de un amigo que llevaba un pequeño equipo de grabación portátil, aunque a raíz de un ataque de violencia verbal de Manson contra uno de los adeptos por interrumpir una canción, Melcher decidió no volver más y deshacerse de las grabaciones y de cualquier tipo de acuerdo. El arresto de Beausoleil, por otro lado, podía hacer que se implicara a la familia en el crimen. Manson decidió entonces que había llegado el momento de otro "creepy-crawl" ('gateo espeluznante'), como llamaba a las misiones nocturnas en las que se introducían en casas y robaban o cambiaban los muebles de sitio mientras sus habitantes dormían. Sin embargo, esta misión iría bastante más allá. Manson buscaba un crimen que, por un lado, pudiera convencer a la policía de que Beausoleil no era el responsable del asesinato de Hinman y que, además, sirviera como venganza a sus fallidas ansias de fama. Y todo ello, en último término, orientado a advertir a los negros de que había llegado el momento del Helter Skelter.

Así es como se llega a la calurosa noche del 8 de agosto, cuando cerca de las doce un Chevrolet del 63 de color azul atraviesa la larga avenida de Benedict Canyon hasta llegar a Cielo Drive, donde se desvía por un pasaje situado a la derecha en el sentido de la marcha y que conduce directamente hacia el número 10.050. La finca está aislada de las otras y oculta entre las arboledas de Bel Air. En aquel momento, la propiedad está alquilada a nombre de Roman Polanski, quien paga por ella 1.000 dólares mensuales y que desde el 20 de julio se encuentra en Londres trabajando en la película El día del delfín, que nunca terminó. Sus anteriores inquilinos habían sido Terry Melcher y su mujer, la actriz Candice Bergen, los cuales ya hacía meses que no vivían allí, sino en una casa propiedad de Doris Day en Malibú. Esto era algo que Manson conocía perfectamente, ya que el 23 de marzo de ese año estuvo en dos ocasiones en la casa buscando a Melcher (mientras Sharon Tate y el fotógrafo Shahrokh Hatami realizaban una sesión de fotos; Tate pudo ver a Manson por primera vez, de refilón, mientras Hatami hablaba con él), lo que refuerza la idea de que uno de los propósitos era pegarle un buen susto a Melcher. Del coche bajan tres chicas (todas ellas descalzas) y un joven, vestidos de negro y armados con un revolver Colt Buntline Special -modelo muy difícil de conseguir- del calibre 22 con silenciador, varios cuchillos de cocina de diez centímetros de largo y una cuerda de nailon. El joven se sube a un poste, corta con unas tenazas los cables telefónicos y después todos ellos entran en la finca por la parte más baja de los setos del jardín.

La propiedad está dividida en una casa principal de una sola planta y en otra casa anexa, más pequeña, a unos pocos metros y delante de la zona de aparcamiento, donde entonces vivía William Garretson, de 19 años, el encargado del mantenimiento (por 35 dólares a la semana) mientras el propietario de la casa, Rudi Altobelli -amigo de Melcher y agente y promotor musical millonario-, estaba fuera de viaje. Cuando los intrusos entran en el jardín, Garretson está en su apartamento con Steve Parent, de 18 años, al que conoce hace sólo una semana, un chico a punto de iniciar su carrera universitaria y aficionado a las cadenas de audio y que, tras venderle un equipo de música, ya se está despidiendo. En la casa principipal, Voytek Frykowski, playboy polaco de 37 años con pretensiones artísticas -aunque Polanski dijo de él que "era un gran amigo, pero un hombre de talento escaso"-, duerme en un sofá de la sala después de haber fumado marihuana, algo que también ha hecho su novia, Abigail Folger, joven heredera de un gran propietario de la industria cafetera y aficionada a los actos benéficos humanitarios, que permanece en su habitación. En otra habitación están hablando la preciosa Sharon Tate, embarazada de ocho meses y medio, y Jay Sebring, famoso estilista y peluquero de las estrellas de Hollywood -además, el responsable de diseñar el característico peinado flotante de Jim Morrison-, que años atrás había sido su pareja y con quien mantenía una fuerte amistad, y que, además, era cinturón negro de kárate y había sido alumno de Bruce Lee. En la mesita de noche, se encuentra la lectura de Sharon de aquellos días: Cómo tener un bebé. Jay Sebring está a punto de irse con su Porsche de color negro. El joven Steve Parent también sale de la casa del guarda, se mete en su coche, un Rambler de color blanco, y conduce hacia la salida cuando delante de la luz de los faros aparece un tipo alto y de mirada seria que le pide que se detenga mientras lo encañona con una pistola.

Lo que ocurre entonces es lo más parecido a un Apocalipsis en pequeña escala. Charles Tex Watson, que había ingresado en la familia en la primavera de 1968 -gracias, por cierto, a Dennis Wilson, quien le presentó a Manson después de que Tex lo ayudara con su coche averiado-, había sido un estudiante modelo y as de los deportes en su universidad, en Copeville, Texas, antes de decidir darse unas pequeñas vacaciones después de la licenciatura. Con el cerebro frito por las anfetaminas y los mantras de destrucción de Manson, aquella noche no sólo era el único al que Manson había dado instrucciones sobre lo que se debía hacer, sino que también se convirtió en un asesino implacable, despiadado, casi robótico, y el responsable del 90% de las cuchilladas que se dieron aquel día y el siguiente ("Soy el diablo y os voy a matar a todos", les dijo a unos despavoridos inquilinos que hasta entonces no comprendían lo que estaba pasando). Susan Atkins -también llamada Sadie Mae en el entorno de la familia, otra vez por influencia del White Album-, californiana de 21 años, era una belleza vampírica, camaleónica y malsana -en 1967 fue contratada como stripper para la celebración del día de Halloween que hizo el famoso satanista Anton Lavey-, cuya vida disfuncional cobró sentido ese mismo 1967 cuando conoció a Manson y se enamoró de él inmediatamente (al escuchar la voz de Susan, refinada y dulce, cuesta entender que cuando Sharon Tate clamó piedad por la vida de su hijo, pudiese decirle "No habrá compasión para ti, puta"). Patricia Krenwinkel era una chica fea y velluda, con la autoestima inexistente, y que por lo tanto había sido una presa fácil para Manson. Ni ella ni Susan Atkins sabían lo que iban a hacer aquella noche, pero al descubrirlo no dudaron en sumarse a la fiesta con alborozo, ante una horrorizada Sharon Tate, conocida por su ingenuidad y candidez, que sin embargo fue la última en morir y tuvo que ver cómo aquellas personas acababan violentamente con la vida de sus amigos, uno tras otro. Fuera, en el jardín, quedó otra chica de la familia, Linda Kasabian, quien no imaginaba la carnicería que estaba teniendo lugar y que posteriormente se convirtió a cambio de inmunidad en el principal testigo de la acusación contra Manson y la familia. Mientras regresaban en coche al rancho, Patricia Krenwinkel dijo a sus compañeros de masacre lo siguiente: "Cuando se hiere y se encuentra hueso, duele la mano, y después es difícil sacar el cuchillo". Meses después, en el juicio por los asesinatos, Susan Atkins comentó: "Lo que más recuerdo es el ruido que hacía la sangre de Sharon al salir de sus heridas". Igual que en el anterior crimen de Gary Hinman, los asesinos dejan otro mensaje. Susan Atkins, con una toalla mojada en la sangre de Tate, escribe "Pig" en la puerta de entrada. Ninguno de ellos sabe quiénes son las personas a las que acaban de matar. La macabra escena es descubierta al día siguiente por la encargada de la limpieza, Winifred Chapman, a las nueve de la mañana (posteriormente, en el juicio se negó a relatar lo que vio porque "es demasiado para mí"). William Garretson, el guarda, es despertado por los golpes de la policía. Se había pasado la noche escuchando música con su nuevo equipo, sin enterarse de nada. Es considerado sospechoso pero se le libera enseguida. Más tarde, daría muestras de su estrafalaria personalidad al apoyar a la inefable Rosie Tate Polanski, quien decía ser la hija que Tate estaba a punto de dar a luz -dato que se caía por sí solo, puesto que ya se sabía que el bebé iba a ser niño y se le pensaba llamar Paul Richard-, y también al aparecer entrevistado en un especial para televisión en el año 2000, considerablemente borracho y sugiriendo que en realidad había escuchado gritar a Sharon Tate y había visto el asesinato de Abigail Folger a través de su ventana.

La noche siguiente, el 9 de agosto, el sangriento "creepy-crawl" se repitió, esta vez un poco más al este de Cielo Drive, en el 3.301 de Waverly Drive, donde vivía un matrimonio cuarentón, Leno y Rosemary LaBianca, propietarios de un supermercado y una boutique. Manson, enfadado por considerar que el alboroto de la noche anterior había sido innecesario, les explicó que en esta ocasión les acompañaría para enseñarles cómo hacer las cosas: "No quiero que los espantéis. Conviene que crean que no les sucederá nada malo. Que mueran rápidamente, como en un sueño". Él mismo camina en solitario hacia la casa, entra por la puerta trasera, que estaba abierta, y encañona al matrimonio con un revólver. Les convence de que sólo quiere robar y de que no les ocurrirá nada. Los deja atados con tiras de cuero y regresa al coche. Llega entonces el momento de, nuevamente, Tex Watson y Patricia Krenwinkel, con una nueva incorporación, Leslie Van Houten, anterior reina de su instituto de Monrovia, población de Los Ángeles. Como en la noche anterior, los adeptos de Manson no parecen desear una muerte rápida y compasiva de sus víctimas y se ensañan nuevamente: Leno recibe doce cortes con una bayoneta y catorce incisiones con un tenedor, que Patricia deja clavado en su estómago, después de que Tex le haya marcado en el abdomen la palabra "War". Rosemary se lleva la escalofriante cifra de 41 navajazos. Por supuesto, la firma de la familia se deja ver con más inscripciones escritas en sangre: "Death To Pigs" y "Rise" ('alzáos', mensaje dirigido a los negros) en la pared de la sala, y "Healter Skelter" (nótese la falta de ortografía) en la puerta del frigorífico (de donde Watson comió algunas alitas de pollo, mientras las chicas se limpiaban la sangre en el baño). Curiosamente, muchos años después, en 1987, una de las hijas que el matrimonió dejó huérfanas, Suzan Laberge, empezó a visitar en la cárcel a Tex Watson, que en 1980 había fundado un movimiento cristiano llamado Abounding Love Ministries (Ministerios del Amor Abundante). Suzan acabó no sólo perdonando a Watson, sino también declarando a su favor en las sucesivas audiencias para su libertad condicional. Tex Watson, por otro lado, huyó a la casa de sus padres en Texas el día después de la segunda masacre, incapaz de entender lo que había hecho y creyendo que Manson terminaría matándole. Y Manson, mientras se llevaba a cabo el asesinato de los LaBianca, dejó a Linda Kasabian y a Susan Atkins en Venice, también en Los Ángeles, donde vivía un actor con el que Linda había tenido relaciones sexuales y al que también debían matar. Linda lo impidió llamando deliberadamente a otra puerta, lo que hizo que respondiese un extraño. Terminaron abortando el plan, aunque antes Susan Atkins tuvo la cortesía de defecar en el hueco de la escalera.

A pesar de las coincidencias entre los crímenes de Hinman y los del 8 y el 9 de agosto, el Departamento de Policía de los Ángeles no tuvo en cuenta la conexión -ni siquiera creían que los crímenes de Tate y Labianca estuviesen relacionados- y se centró en la hipótesis de una venganza por cuestión de drogas en el caso Tate (se encontraron unas pocas drogas en la casa y en el Porsche de Jay Sebring) y de una imitación en el caso LaBianca. Pocos días después de los crímenes, el 12 de agosto, se hizo una redada en el rancho Spahn y se detuvo a Manson y a 25 de sus acólitos, acusados de robo de coches, pero un nuevo error, en este caso una orden judicial caducada, hizo que enseguida quedaran otra vez en libertad (tampoco se preocuparon de comprobar que sus nombres fuesen los verdaderos y no los seudónimos que usaban entre ellos). Manson empezó a ponerse nervioso y a finales de agosto decidió asesinar a un miembro ocasional de la familia, Donald Shorty Shea, de 36 años -que había actuado como extra en películas de Hollywood y también en algunas producciones pornográficas-, porque creía que sabía demasiado sobre las actividades de la familia. Bruce Davis y Steve Grogan fueron los encargados de acabar con él. Barbara Hoyt, con tan sólo diecisiete años y unos pocos meses en la familia, pudo escuchar los gritos de Donald por la noche desde un riachuelo, testimonio que luego formó parte de la acusación y que la familia trató de evitar ofreciéndole a cambio un viaje gratis a Hawai. Hoyt, asustada, aceptó y el 6 de septiembre de 1970 realizó el viaje con Ruth Anne Moorehouse (parte del núcleo duro de la familia y deseosa de matar "a su primer cerdo", como le dijo una vez a Dan DeCarlo, jefe de una banda de motoristas que se relacionaba con la familia y que proporcionó datos a la policía). Ya en Hawai, Ruth Ann le ofreció a Hoyt una hamburguesa que contenía en su interior diez tabletas de LSD. Tras superar una grave crisis psicótica, Barbara Hoyt dejó de tener dudas y testificó contra la familia, y aún hoy día llora al recordar los gritos de Shorty Shea en las audiencias para la libertad condicional de alguno de los miembros.

El clan estuvo moviéndose por el desierto del Valle de la Muerte mientras buscaba el agujero del diablo en el que se esconderían hasta la llegada del Apocalipsis. Al final decidieron quedarse en el rancho Barker, en Goler Wash, a unos 200 kilómetros de Los Ángeles, y para ello Manson convenció a su propietaria prometiéndole el mantenimiento del lugar y regalándole el disco de oro que los Beach Boys habían obtenido por Today! (1965), y que a su vez le había regalado Dennis Wilson. El rancho Barker había sido una antigua explotación minera, y los mineros que aún residían en los alrededores empezaron a quejarse a la policía de la actitud amenazante del grupo -todos ellos estaban armados con cuchillos en el cinto- y sus peculiares costumbres (las chicas de la familia tomaban el sol desnudas y todos practicaban sexo sin importarles que hubiese alguien cerca). Esto, junto a las evidencias de robo de coches, estafa, falsificación de documentos e incluso la quema de un buldózer, originó una nueva redada policial el 19 de noviembre en la que detuvieron a Manson y a 24 personas más. Casualmente, este hecho provocó que explotara la cadena de revelaciones. Todos los detenidos fueron llevados a la cárcel del condado Inyo, en Independence. La policía descubrió que el nombre de una de las chicas, Susan Atkins, correspondía con las informaciones de Bobby Beausoleil sobre quién le había acompañado en el asesinato de Gary Hinman. Con el objetivo de interrogarla, desplazaron a Susan a la cárcel de mujeres de Santa Mónica, en Los Ángeles, donde su declaración no les permitía demostrar su responsabilidad. Sin embargo, sus compañeras de celda, Shelly Joice Nadell y Ronnie Howard, escucharon estupefactas cómo Atkins les decía que ella y sus compañeros habían matado a Sharon Tate y les explicaba los asesinatos con todo lujo de detalles, incluido el hecho de que después de que Tate muriese, ella se chupó los dedos que tenía manchados con su sangre ("Fue la experiencia sexual más intensa de mi vida", dijo Atkins sobre los asesinatos, posteriormente en las declaraciones del juicio). Susan ofrecía a sus compañeras una perla tras otra: "Me sentía tan fuerte y tenía el espíritu tan limpio que quería rajar el vientre de Tate para extraer el bebé, llevármelo y cuidarlo yo" y "deseaba vaciar las cuencas oculares de toda las víctimas y arrojar los ojos contra las paredes y cortarles los dedos". También comentó algo bastante significativo: "Ninguno de nosotros puede negarse a nada de lo que Charlie te ordena hacer". Las prisioneras que escucharon el relato de Atkins no tardaron en hacérselo llegar a la policía. A partir de aquí se produjeron todas las detenciones de los miembros de la familia implicados en el asesinato, y el 11 de diciembre de 1969 Manson apareció por primera vez en la Sala del Jurado, en el Tribunal de Los Ángeles, vestido con un estrambótico traje de piel de ante.

El juicio, celebrado en la sala número 816 del Tribunal de Los Ángeles, no comenzó hasta el 15 de junio de 1970, y rápidamente se convirtió en un espectáculo mediático. Algunas de las chicas de la familia hacían guardia permanente a las puertas del Tribunal y se solidarizaban con su líder, siguiendo cualquiera de sus directrices (afeitarse el cabello, trazarse una cruz entre los ojos o cantar sus canciones, algo que también harían las principales encausadas: Susan Atkins, Patricia Krenwinkel y Leslie Van Houten). Enseguida se reveló la fascinación y el sometimiento de las chicas de la familia por Manson, e incluso Linda Kasabian, la principal testigo acusadora que afirmó que "Dios me ha mandado decir al mundo que Manson es un falso profeta", reconocía que todavía estaba enamorada de él. Otra chica del clan, Catherine Gillies, testificó que ella hubiese matado las noches de los crímenes, pero no lo hizo porque no la necesitaron. Las amenazas de muerte de la familia eran el pan de cada día, y Manson no tardó en demostrar que la táctica para su defensa era inculpar sin miramientos a sus secuaces como responsables del crimen. La nueva encarnación del mal no cesaba de repetir en el juicio su eterno mantra: "Yo soy lo que vosotros me habéis hecho ser", de insultar -llegó a decirle al juez, Charles Older, lo siguiente: "Usted es un negro viejo que huele mal"-, adoptar estrambóticas posiciones yoga, quejarse de que no le permitían defenderse a sí mismo -aunque al principio sí se le dejó, acabó determinándose que no tenía la preparación mínima para hacerlo- e, incluso, atacar con un lápiz a su propio abogado, Irving Kanerak. Otra de las notas sorprendentes fue la súbita desaparición a finales de noviembre de 1970 del abogado defensor de Leslie Van Houten, Ronald Hughes, un bohemio de aspecto hippy que hasta entonces no había intervenido en ningún caso como defensor, y que se había negado a seguir la táctica judicial de inculpar a Leslie para salvar a Manson. Tiempo después, ya terminado el juicio, el 29 de marzo de 1971, se encontró su cadáver a unos 150 kilómetros de Los Ángeles, incrustrado entre dos rocas en Ventura County, en estado avanzado de descomposición. Sandra Good, Azul, dijo que le había matado la familia, aunque oficialmente la causa de la muerte fue "indeterminada". Un hecho más estrafalario todavía fue que el por entonces presidente de Estados Unidos, Richard Nixon, atentando contra cualquier noción de presunción de inocencia, afirmara en una rueda de prensa en Denver que Manson -sometido a juicio y todavía supuesto asesino- era sin duda culpable, tal y como recogió Los Ángeles Time en su edición del 4 de agosto.

Como no podía ser de otro modo, el caso Manson tuvo igualmente su vertiente musical. El 6 de marzo de 1970 se editó el primer disco oficial de Charlie: Lie: The Love And Terror Cult, que incluye catorce de las canciones que se habían grabado en el estudio privado de Brian Wilson, y que fue publicado gracias a Phil Kaufman, antiguo compañero de celda de Manson y, también, uno de los responsables del robo del cadáver de Gram Parsons el 20 de septiembre de 1973. La carpeta del disco muestra la famosa portada de la revista Life, del 19 de diciembre de 1969, en la que aparece Manson con un rostro desencajado por la paranoia. En cuanto a lo musical, cualquier acercamiento escéptico al disco queda inmediatamente anulado en cuanto empieza la primera canción, "Look At You Game, Girl", que demuestra casi de manera obscena el talentoso músico que había en Manson, bajo capas de violencia y resentimiento. Su voz nasal, característica importante del disco, entona una canción suave, sutil y sobrada de lirismo. Muchas veces sus composiciones son circulares, hipnóticas, casi mantras que encierran un poderoso magnetismo, como es el caso de "Ego", "Mechanical Man" o "Don't Do Anything Legal", y que no hacen muy difícil imaginar cómo era el ambiente de las orgías de música y LSD de la familia. La instrumentación es siempre muy austera, apenas la guitarra de Manson, algunas percusiones, puntualmente las voces de sus chicas y un estilo casi siempre cercano al folk. Hay que destacar la terrorífica "I'll Never Say Never To Always", una canción de tono infantil pero de intenciones perversas, interpretada sólo por las chicas -las risas que se escuchan hacia el final resultan especialmente siniestras-, entre ellas Susan Atkins y Patricia Krenwinkel, que después se convertirían en asesinas. La pegadiza "Garbage Dump" habla de la costumbre de la familia de alimentarse con las sobras que los supermercados de Simi Valley lanzaban a sus contenedores traseros, lo cual Manson consideraba un acto anticapitalista. Por último, no se puede dejar de citar "Cease To Exist", casi irreconocible en comparación con la versión de los Beach Boys, y aquí mucho más dylaniana; y "Big Iron Door", una gran canción que suena especialmente tétrica gracias al contrapunto de sus onomatopeyas. Con el dinero de las ventas del disco -no demasiadas, tan sólo se vendieron unas trescientas copias-, Manson trató de sufragar los costes del juicio. Hoy día queda como el testimonio malicioso y alucinado, pero, repito, recomendable y no exento de talento -como él mismo repetía en las entrevistas, "la música es mi religión"-, de uno de los hechos más tenebrosos de finales de los sesenta.

Finalmente, el 19 de abril de 1971 los miembros de la familia Manson inculpados fueron condenados a muerte (menos Tex Watson, que no pudo ser juzgado porque en el momento de las detenciones se encontraba en Texas, y gracias a las influencias que manejaba su familia pudo evitar su extradición hasta agosto; sin embargo, en octubre fue igualmente condenado a muerte). En febrero de 1972, sin embargo, la Corte Suprema de California anuló la pena de muerte en el Estado, y las condenas fueron conmutadas por cadena perpetua.

Los asesinatos de Tate-LaBianca, y la misma existencia de un grupo como Manson y la familia, supusieron uno de los hechos que acabaron definitivamente con la apertura optimista y la confianza ciega de la década. Como dice Joe Boyd en Blancas bicicletas, "el espíritu amoroso de 1967 se evaporó con el calor de las drogas chungas, la violencia, el mercantilismo y la presión policial". Al conocer la decisión del jurado, Susan Atkins gritó: "Será mejor que cerréis las puertas con llave y vigiléis a vuestros hijos". Ya hemos visto que otra adepta, Lynette From, Roja, se convirtió en un esperpento viviente gracias al cual se ganó una condena perpetua por tratar de matar al presidente Ford; lo mismo ocurrió con su hermana espiritual, Sandra Good, Azul, que entre idas y venidas de la cárcel no dudaba en aparecer en talk-shows televisivos para predicar el mesianismo de su líder y, cómo no, amenazar a cualquier tertuliano que osara llevarle la contraria. La crueldad y el ensañamiento de los crímenes, cometidos, además, con estrellas públicas que hasta entonces parecían intocables, no sólo significó la elevación de Manson a los altares de la cultura popular, sino que también produjo una conmoción de tal calibre que los miembros condenados llevan a día de hoy cuarenta años en la cárcel y se les ha denegado todas las propuestas de libertad condicional. Susan Atkins no ha recibido la piedad que ella misma le negó a Sharon Tate, y hace poco se le denegó la libertad pese a ser la reclusa que más tiempo lleva encerrada en prisión en California y padecer un tumor incurable en el cerebro, con una pierna amputada y la otra paralizada, y una esperanza de vida de tan sólo unos meses. Todos ellos se han convertido en el signo más visible de unos tiempos oscuros, en el mismo año que se cerraría el 6 de diciembre con el concierto gratuito de los Rolling Stones en Altamont y su fatídico saldo de cuatro muertos.

Podéis conseguir el disco de Manson aquí:

Charlie Manson. Lie: The Love And Terror Cult (1970)

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jueves, julio 03, 2008

The Left Banke

La historia de los Left Banke sirve para definir perfectamente lo que es un grupo de culto. A finales de los sesenta grabaron dos discos y aunque en su época no fueron demasiado conocidos, el paso de los años sirvió para dejar constancia de su enorme calidad. Los Left Banke contribuyeron a hacer más complejo el pop, a demostrar que las dimensiones desde las que podía abordarse una canción eran infinitas. El grupo se formó en 1965 en Nueva York. Michael Brown, Tom Finn, George Cameron y Steve Martin (por cierto, nacido en Madrid) se conocieron en los estudios World United, que pertenecían al padre del primero. El peso compositivo del grupo recaía precisamente sobre Michael Brown, cuya formación musical había sido clásica, lo cual explicaría la importancia que los arreglos tienen en sus canciones. Este interés por crear canciones con apoyos musicales más elaborados, junto con las facilidades que daba el hecho de que su padre fuera el dueño de los estudios, hizo que sus primeros temas ("I Haven't Got The Nerve" y "I've Got Something On My Mind") ya contengan los rasgos característicos de su estilo. De hecho, su música podría definirse como una mezcla de melodías pop y exuberantes arreglos de instrumentos clásicos (clavicordios, violines, etc.), en algo que se ha llamado pop barroco o pop de cámara, como también hicieron los Zombies (una de las principales influencias de Left Banke). Este tipo de pop sería el desarrollo más exquisito del pistoletazo que habían dado los Beatles con Rubber Soul (1965) y los Beach Boys con Pet Sounds (1966).

Después de que sus primeras grabaciones no consiguieran despertar el interés de ninguna discográfica, Michael Brown decidió disolver el grupo y se fue a California. Sin embargo, los otros miembros retomaron una de sus composiciones, "Walk Away Renee" -de la que sólo se había grabado un esbozo-, completaron su grabación y la lanzaron como single junto con "I Haven't Got the Nerve". Alcanzaron el número 6 de las listas norteamericanas. Ante este éxito, el grupo volvió a unirse y publicó otro single: Pretty Ballerina/Lazy Day, que llegó al número 15. A principios de 1967 llegó su primer álbum, Walk Away Renee/Pretty Ballerina. Con apenas 18 años de edad cada uno, Michael Brown y su grupo lograron una obra maestra, una de las joyas más ocultas del pop. Todas las canciones de este disco pertenecen a un mismo manual de estilo: melodías brillantes potenciadas por los arreglos, que las llenan de lirismo y de una belleza turbadora, junto con la impresionante calidad de las armonías vocales. El disco empieza con "Pretty Ballerina", que incluye una pegadiza línea de teclado que explota en un estribillo memorable. De hecho, esta canción, así como "Walk Away Renee" y "She May Call You Up Tonight", las compuso Brown inspirado por su enamoramiento hacia Renee Fladen, la novia de Tom Finn. Sigue "She May Call You Up Tonight", otra de las grandes canciones del disco -si es que hay alguna que no lo sea-, donde la brillantez de una melodía de fuerte influencia beat se hace omnipresente y no necesita siquiera ser respaldada por los arreglos. "Barterers and their wives" explora un cierto aire medieval, y es un claro ejemplo de la maestría con que los Left Banke conjuntaban sus voces. Enseguida un clavicordio introduce "I've Got Somehing On My Mind". En esta excelente canción, la melodía, limpia y perfecta, sujeta sobre un ritmo constante de batería, da paso a breves pasajes instrumentales, reflexivos y de una gran belleza.

Hasta aquí el recorrido del álbum ha sido intachable, pero con "Let Go Of You Girl" se alcanza el éxtasis. Probablemente la mejor canción del disco, dibujada sobre un teclado hipnótico y constante a lo largo de la composición, y que se hunde en nuestro interior hasta embriagarnos. Las voces, en esta ocasión, se hacen hermanas gemelas de la de Colin Blunstone de los Zombies. Después de una canción de este calibre, "Evening Gown" suena un poco a interludio de lujo, con todos los ingredientes característicos del grupo. Pero pronto aparece otra joya: "Walk Away Renee", que como hemos visto había sido todo un éxito en single. En este caso se trata de una composición más melancólica, perfecta dentro de las leyes del pop. Las cuerdas subrayan la tristeza de la melodía, anticipando la mayor oscuridad de la última parte del disco. Antes, sin embargo, podemos ver cómo el grupo lleva a cabo una canción country, "What Do You Know?", que no resulta demasiado discordante porque sus matices son típicamente Brown. "Shadows Breaking Over My Head" recuerda de nuevo a los Zombies, y sigue la norma general del disco en cuanto a la excelente conjunción de las voces y la perfección de la melodía, que en este caso acentúa su faceta melancólica. "I Haven't Got The Nerve" tiene un carácter más rítmico, y otra vez el clavicordio es el protagonista. El disco se cierra con un sello de oro, "Lazy Day", donde aparece una guitarra eléctrica abrupta, casi terrorífica. La melodía, más enérgica que en las anteriores canciones, deja claro que si en la primera parte del disco ha primado la placidez pop, al final queda un regusto oscuro, de tristeza próxima a la desesperación.

Poco después de este gran disco de belleza crepuscular, desconocido e infravalorado en su época, los miembros de los Left Banke deciden separarse, sobre todo por la voluntad de Michael Brown de dedicarse totalmente a la composición en estudio. Esto supone bastantes problemas, ya que Brown continúa grabando con el nombre del grupo, bajo la oposición del resto. Desde esta separación, Brown edita el single Ivy Ivy/And Suddenly. "Ivy Ivy" es una canción enorme, inmejorable, con una melodía onírica donde unos precisos arreglos de trompeta subrayan ese tono de ensueño feliz. Sin duda, una canción así hubiera hecho que discos como Sgt. Pepper's o Pet Sounds fuesen aún más grandes, y demuestra el estado de inspiración en que se encontraba Brown. Por otro lado, también es muy alto el nivel de calidad de "And Suddenly", una elegante y sofisticada canción pop que juguetea con el estilo crooner. A pesar de la excepcionalidad de este single, no tuvo ningún éxito por el boicoteo que los otros miembros del grupo realizaron desde el club de fans, con el resultado de que la compañía se negó a promocionarlo.

Brown se reintegra al grupo tres meses más tarde para grabar las canciones "Desiree" e "In The Morning Light", compuestas por él mismo junto a Tom Feher, que había colaborado en el primer disco y en el single Ivy Ivy/And Suddenly. "Desiree" ahonda en la melancolía con la que terminaba el primer disco de los Left Banke, y se sirve de unos arreglos orquestales más recargados y estridentes, pero no pierde en ningún momento la estela de calidad propia de Brown. "In the Morning Light" también incorpora este abigarramiento instrumental, al cual añade un cierto tono épico hasta entonces inexistente en las canciones del grupo. La calidad de estas grabaciones era muy alta, pero los Left Banke no volvieron a conseguir el éxito que obtuvieron con los singles del primer disco. Michael Brown se fue de nuevo, esta vez definitivamente, y el resto del grupo se centró en la preparación de un nuevo disco. El peso compositivo recayó entonces sobre Tom Finn, con la ayuda del guitarrista Tom Feher.

Y a pesar de todo, The Left Banke Too es un muy buen disco, de escucha necesaria, aunque quizá resulta un tanto artificial con respecto al anterior. Sin Michael Brown, los demás miembros del grupo se centran en recrear las características de su estilo sin aportar otras novedades, a excepción del abultamiento orquestal y el intento de una mayor complejidad en la estructura de las canciones. A pesar de todo, "Goodbye Holly" es una canción pop que vuela alto, de las mejores del disco, con un perfecto estribillo basado en la conjunción de las voces. "There's Gonna Be A Storm", por el contrario, se basa en la sensación completa de canción, con unos arreglos sensuales, antes que en la pegada del estribillo. "Sing Little Bird Sing" es una composición hermosa, otra vez con ribetes medievales y unos arreglos que incluyen arpas, cuerdas y distintas percusiones. "Nice To See You" tiene una fuerte influencia de los Beatles más psicodélicos, y "Give The Man A Hand" es una canción que engaña, pues su comienzo triste, casi una plegaria, da lugar a un estribillo soleado y brillante, configurando una de las mejores canciones del álbum. En "Bryant Hotel" volvemos a encontrarnos a los Zombies, y "Dark is the Bark" es de nuevo una canción sobrecargada de arreglos, lánguida y melancólica, aunque tal vez un poco hueca. Lo mismo podría decirse de la última, "My Friend Today". En este álbum también se incluyen las dos canciones anteriormente aparecidas en single, "Desiree" e "In The Morning Light", la única participación de Michael Brown.

El álbum no logró ningún éxito, por lo que el grupo volvió a separarse. Sin embargo, en 1969 se editó un nuevo single de los Left Banke, Myrah/Pedestal, a cargo de Michael Brown y Steve Martin. Estas dos magníficas composiciones -resulta difícil decir cuál de ellas es mejor- son la culminación del estilo Left Banke, y una irrefutable muestra del talento de Michael Brown. Con ellas termina la brillante historia en los sesenta de uno de los mejores -y más desconocidos- grupos del pop de cámara.

La carrera de Michael Brown se prolongó durante los años setenta en grupos como Montage y Stories. Los Left Banke editaron un nuevo disco como grupo en 1986, Strangers On A Train (después de ocho años desde que empezara a grabarse), aunque no tuvo ninguna repercusión. Como decíamos al principio, el paso de los años ha hecho que, desde la oscuridad, la obra de los Left Banke continúe reluciendo y adquiriendo importancia. Actualmente, dejar pasar esta colección de canciones sería un lujo suicida para cualquier aficionado al pop.

El recopilatorio There's Gonna Be A Storm reúne todas las canciones de la época clásica del grupo, y acaba siendo imprescindible para cualquier persona mínimamente interesada en el pop de los sesenta. Enorme y rebosante de algunas de las más bellas canciones que se han grabado nunca, no se puede dejar pasar.

Escribí este artículo hace ya varios años, allá por el 2002. Apareció originariamente en la página web Los 60.

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